sábado, 29 de diciembre de 2012

Biominerales

Los submarinos nucleares imitan la estructura hidrodinámica del cuerpo del delfín, los aviones plagian las enormes alas de los albatros, el sonar ya lo usaban las orcas y los murciélagos millones de años antes de que los humanos lo inventásemos. Una máquina de fotografía presenta el mismo diseño que el ojo de un pulpo; la visión en la oscuridad no consiste más que en detectar rayos infrarrojos… como hacen algunas serpientes. Los químicos, como los ingenieros, también se disponen a imitar a los seres vivos en su intento de diseñar nuevos materiales y, en su afán de obtener productos con unas características superiores a las actuales, han tratado de reproducir en los laboratorios ciertas reacciones químicas celulares; lamentablemente, no han logrado los resultados esperados: el mecanismo natural de formación de muchos biominerales todavía les resulta extremadamente complejo. Sí, conocen la composición química de más de medio centenar de biominerales: constan de cristales de fosfatos, carbonatos y sulfuros de calcio, hierro o magnesio que están imbuidos en una matriz de material orgánico; pero no es suficiente.

Sabemos que proteínas, grasas y azúcares son los componentes mayoritarios de los seres vivos; sin embargo, solemos olvidar que los minerales también constituyen una parte no desdeñable de los organismos: huesos, dientes, cáscaras, caparazones, conchas, perlas o corales están constituidos principalmente por minerales que se forman en el interior de la materia viva. Un complejo conglomerado de capas de proteína y carbonato cálcico constituye la cáscara del huevo de las aves y reptiles. Compactas estructuras de pequeños cristalitos constituyen los huesos y dientes de los animales vertebrados, y las conchas de los moluscos; de hidroxiapatito (un fosfato) los primeros y de calcita o aragonito (carbonatos) los segundos. Excepcionalmente bellos, vistos con el microscopio, son los cristales de aragonito que constituyen el nácar y las perlas de los moluscos. Y no me olvido del ópalo (sílice) elaborado por las algas diatomeas, ni de las piritas (sulfuros), magnetitas (óxidos) o dolomitas (carbonatos) sintetizadas por bacterias. Aunque los biominerales resultan imprescindibles como elementos estructurales de los esqueletos internos y externos de los seres vivos, también pueden resultar perjudiciales; ahí están, para certificarlo, los fosfatos u oxalatos de calcio que se hallan en los cálculos en el riñón, en la bilis o en las vías urinarias.

Contemplo la Peregrina, la legendaria perla que perteneció a las joyas de la Corona de España, y no sé qué admiro más, si la belleza de la gema o la habilidad del animal que la fabricó.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Las influencias de la Luna

Durante la Edad Media era habitual creer que la Luna llena causaba trastornos mentales, de hecho, lunático significa loco. El lector escéptico habrá escuchado numerosas veces que durante la Luna llena los hospitales reciben más pacientes, que hay más partos o que los delitos aumentan: los estudios estadísticos niegan cualquier influencia lunar en estos fenómenos. Nuestro satélite, en cambio, sí causa las mareas, y también ha favorecido el desarrollo de la ciencia y la formación de la biosfera.

Comienzo con una observación aparentemente banal: la Luna nos presenta siempre la misma cara; porque gira sobre sí misma y en torno a la Tierra en el mismo tiempo, veintisiete días y tres décimas. Tiempo que se convierte en veintinueve días y medio si se considera que la Tierra también gira; y es este último dato el que marca las fases de la Luna, los eclipses y las mareas.

La Luna es un astro brillante cuya forma y posición varían periódicamente en el firmamento; unos cambios que debieron fascinar al hombre primitivo, quien la consideró una deidad. Anaxágoras, hace veinticuatro siglos, razonó que tanto la Luna como el Sol eran cuerpos gigantes, rocosos y esféricos y que la luz emitida por el satélite consistía en luz reflejada de la estrella (esta idea, ateísta, fue una de las causas de su exilio): la razón, y no el mito, trataba de explicar la naturaleza. Hiparco de Nicea demostró que la Luna distaba de la Tierra treinta diámetros terrestres y que su diámetro era la cuarta parte del terrestre (relación similar a la de una pelota de baloncesto con una de tenis): por primera vez la mente humana concebía la multiplicidad de mundos. ¡Admirémonos! La Luna está lo suficientemente cerca como para que las observaciones oculares puedan concretarse en medidas.


No solemos pensar en ello, pero si nos fijásemos observaríamos que los tamaños de los discos solar y lunar coinciden: quien haya observado un eclipse total de Sol lo habrá comprobado. Se debe a que el diámetro solar es cuatrocientos veces superior al de la Luna, pero se halla cuatrocientas veces más alejado; y no tenía por qué ser así; ningún planeta cuenta con un satélite que le tape completamente el Sol. La Luna, el quinto satélite más grande del Sistema Solar, el mayor en proporción al tamaño de su planeta, ha estabilizado el bamboleo del eje de rotación de la Tierra, y con él su clima y, en consecuencia, ha influido en la biosfera. ¡Nada menos!

sábado, 15 de diciembre de 2012

Los murciélagos y la enfermedad de Guam


Quizá el lector viajero sepa que Guam (en las islas Marianas) pertenece a los EE.UU.; pero probablemente ignorará que perteneció a España hasta 1898, y que tripulantes de la expedición de Magallanes desembarcaron en ella en 1521. En este recóndito lugar, a comienzos de la década de 1950, los médicos detectaron una enfermedad neurológica desconocida: causaba debilidad muscular, parálisis, demencia y un número anormalmente alto -entre un tercio y un cuarto- de fallecimientos entre los chamorros (hispánico nombre de la población isleña original): la denominaron ALS-PDC (iniciales de amyotrophic lateral sclerosis-Parkinsonian dementia complex), porque sus síntomas se asemejaban a los de la esclerosis lateral amiotrófica, el párkinson y el alzhéimer.

En el libro “La isla de los ciegos al color”, Oliver Sacks relató la bella historia del descubrimiento de la probable causa del mal. Descartada la genética y los virus, un alimento de la cocina local despertó las sospechas de los investigadores: los chamorros hacían tortillas con harina de semillas de cicas, unas palmeras, que contenían la neurotoxina BMAA (iniciales de beta-metil-amino-L-alanina); pero había que comer cientos de tortillas diarias para reproducir los síntomas. Intervino entonces Paul Alan Cox, quien observó que el zorro volador (una variedad de murciélagos) era un plato tradicional que los chamorros consumían en fiestas y celebraciones; también se fijó en que los zorros voladores comían grandes cantidades de semillas de cicas; conjeturó que la neurotoxina se acumulaba en los murciélagos hasta concentraciones peligrosas para la salud humana; el análisis demostró lo acertado de su hipótesis. Tranquilícese el preocupado lector: probablemente los zorros voladores de Guam no provocarán más enfermedades; desgraciadamente porque están a punto de extinguirse; afortunadamente porque se salvan vidas humanas (la incidencia de la enfermedad de Guam ha caído en picado).

El asunto no está zanjado y los descubrimientos sobre la BMAA se suceden: se ha encontrado en pacientes con esclerosis lateral amiotrófica; se ha comprobado que produce anomalías en el aparato locomotor y alteraciones en el comportamiento de los macacos Rhesus; sepan los aficionados a la sopa de aleta de tiburón que contiene mucha BMAA, que también se ha hallado en las cosmopolitas cianobacterias. Se colige de estas observaciones que los humanos estamos expuestos a concentraciones dañinas si se produce una bioacumulación a través de las cadenas alimentarias; en resumen, la BMAA podría iniciar algunas enfermedades neurodegenerativas debido a que muchas personas se exponen diariamente a dosis pequeñas, pero acumulativas de ella. La investigación continúa…

sábado, 8 de diciembre de 2012

Movimientos del Sol: nuestro vecindario cósmico

El observador que se detenga a contemplar el cielo durante una noche despejada hallará, encima de su cabeza, una mancha lechosa: es la Vía Láctea, nuestra galaxia. Describiré nuestro vecindario estelar en breves pinceladas: se trata de un inmenso conjunto de más de doscientas mil millones de estrellas que tiene la forma de un disco gigantesco, tan enorme, que la luz tardaría cien mil años en atravesarlo longitudinalmente pasando por el centro, o doce mil años si hace la travesía en dirección transversal. Nosotros nos localizamos -en el disco- a mitad del camino al centro galáctico, aproximadamente.

El Sol, acompañado de los planetas, describe una trayectoria con forma de hélice alrededor del centro de la galaxia; tres movimientos constituyen la hélice. El movimiento más largo y rápido -cada segundo recorre doscientos diecisiete kilómetros- consiste en una órbita más o menos circular alrededor del núcleo galáctico; órbita singular porque nos movemos hacia el norte terrestre: considere el astuto lector que el plano que contiene al sistema solar está inclinado casi noventa grados respecto al plano de la Vía Láctea. Un dato más: el sistema solar completa una vuelta a la galaxia cada doscientos cincuenta millones de años, quizá algo menos (un año galáctico). Detengámonos un instante para valorar la magnitud de este tiempo: si usáramos el año galáctico como unidad para medir las edades geológicas, diríamos que el Sol tiene dieciocho años galácticos, hace quince que aparecieron las primeras bacterias en la Tierra y tres los primeros animales; menos de una milésima de un año galáctico habría transcurrido desde que apareció el primer humano. El segundo movimiento del sistema solar consiste en una oscilación -a siete kilómetros por segundo- hacia arriba y hacia abajo del plano de la galaxia; actualmente nuestro sistema solar se encuentra a sesenta y siete años luz, por encima del plano, que atraviesa cada treinta y cinco (o cuarenta) millones de años. El tercer movimiento, similar al segundo en dirección perpendicular, se trata de un vaivén –a veinte kilómetros por segundo- hacia el centro y hacia afuera de la galaxia.

El lector inteligente ya habrá deducido, igual que los científicos, que nuestro vecindario cósmico podría ser responsable de alguno de los cataclismos periódicos ocurridos en el pasado en la biosfera: abundan las hipótesis, pero faltan pruebas concluyentes.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Agotamiento de los abonos

     El final de este hermosísimo soneto de Luis de Góngora nos aporta un interesante asunto sobre el que reflexionar.

Goza cuello, cabeza, labio y frente
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lirio, clavel, marfil luciente...
se vuelva...
tierra, humo, polvo, sombra, nada.

     El poeta minusvalora, como la mayoría de los humanos, el polvo; y el polvo es bastante más que nada. Si analizásemos las cenizas de un humano comprobaríamos que tres cuartos de kilo de su cuerpo son fósforo, un elemento relativamente abundante en nuestro organismo, que está destinado a adquirir una importancia fundamental a finales de este siglo.

     Las plantas necesitan cantidades relativamente grandes de los elementos -nitrógeno, fósforo y potasio- que no pueden reponer; hay que proporcionárselos mediante los abonos. Ya en la antigüedad se añadían al suelo, de manera empírica, el fosfato de los huesos (calcinados o no), el nitrógeno de los excrementos y el potasio de las cenizas. En el siglo XXI no escasea el potasio, existe en el agua del mar; los químicos han conseguido fijar el nitrógeno del aire; el fósforo es el recurso que limita la agricultura, porque no hay reservas de él en la atmósfera y su extracción se confina a los yacimientos terrestres (los mayores se sitúan en Marruecos).

     El fósforo se mueve por toda la Tierra: está en la corteza, en los océanos o forma parte de los seres vivos; sigue un ciclo diferente, sin embargo, al del carbono, nitrógeno o azufre porque, al contrario de ellos, no forma compuestos volátiles que le permitan pasar a la atmósfera y de allí retornar al suelo. Las rocas constituyen el almacén principal; a medida que se erosionan liberan los compuestos fosfatados al suelo y al agua, de donde lo absorben las raíces de las plantas; los animales lo obtienen alimentándose de los vegetales; tanto unos como otros, al morir, se descomponen y liberan el fósforo, que es utilizado de nuevo por otros seres vivos o es transportado al océano por los ríos; una vez en él sólo se recicla hacia los ecosistemas terrestres mediante los excrementos de las aves marinas o debido al levantamiento geológico de los sedimentos marinos, en un proceso que dura millones de años.

     Y ahora, ¡preocúpese el lector inteligente! Los geólogos pronostican que los yacimientos de fósforo se estarán agotando en el 2050.