sábado, 28 de julio de 2012

Termorregulación en el tórrido verano y en el gélido invierno

¿Qué resguarda mejor del frío a una casa, unas paredes de madera o una capa de nieve del mismo espesor? La nieve protege mejor que la madera porque su conductividad térmica es dos y media veces menor, escrito con otras palabras, la nieve impide el paso del calor hacia el exterior mejor que la madera. Y el transporte de calor es un asunto sugerente porque, ¿cómo se ingenia nuestro cuerpo para mantener una temperatura invariable y no seguir los cambios del ambiente?

Los físicos saben que un cuerpo puede intercambiar calor con el aire de tres maneras diferentes: mediante la conducción el calor se transfiere por contacto directo; la convección lo transporta por medio del movimiento del aire que rodea al cuerpo; la radiación depende exclusivamente de la diferencia de temperaturas. Si se trata de humanos debemos incluir en el cómputo el sudor, la eliminación de calor con el agua de la transpiración. Recurrimos a los datos para ilustrar el proceso. Con el ambiente a veintitrés grados y la temperatura de la piel a treinta y cuatro; un hombre desnudo en reposo produce noventa vatios y pierde diecisiete por transpiración, once por conducción y convección, y ciento treinta y tres por radiación: el modelo nos indica que la pérdida predominante de calor se debe a la radiación y que la persona tendrá frío. Cuando el ambiente está a cuarenta y cinco grados, y la temperatura de la piel es treinta y siete, el mismo sujeto tendrá idéntica producción de calor –noventa vatios- a la que sumará ocho por conducción y convección y ciento nueve por radiación del ambiente; en este caso la transpiración se encargará de eliminar los doscientos siete vatios sobrantes.

La temperatura corporal está regulada principalmente por una región del cerebro, el hipotálamo; bajo su control, la sudoración comienza cuando la piel alcanza treinta y siete grados, y aumenta rápidamente a medida que la temperatura se eleva. Si la temperatura de la piel cae por debajo de treinta y siete grados se inicia una doble respuesta: para evitar las pérdidas caloríficas cesa la sudoración, se desencadena una vasoconstricción y se promueve la erección de los pelos y piel que aumenta el aislamiento; para aumentar la producción se provocan temblores musculares y se sintetizan las hormonas adrenalina, noradrenalina y tiroxina.

¡Admírese el lector inteligente! Tanto en el tórrido verano como en el gélido invierno su hipotálamo vela por él para que su temperatura corporal permanezca invariable.

sábado, 21 de julio de 2012

Superfluidos

     Antes del año 1877 muchos científicos aseguraban que los gases oxígeno, nitrógeno e hidrógeno no eran licuables. Planteado el desafío pronto distintos físicos lo aceptaron: la carrera para obtener temperaturas más bajas había comenzado. Lous Cailletet y Raoul Pictet pisaron la primera meta: licuaron el oxígeno a ciento ochenta y tres grados bajo cero, el nitrógeno a ciento noventa y seis bajo cero, y el aire, a una temperatura intermedia; para conseguir hidrógeno líquido, James Dewar debió bajar a doscientos cincuenta y tres grados; marca que superó Heike Kamerlingh Onnes, en 1908, quien, a menos doscientos sesenta y nueve, licuó al helio, un nuevo gas recién descubierto.

     Y a tan bajas temperaturas (la más baja posible, doscientos setenta y tres grados bajo cero, corresponde al cero absoluto) los físicos comenzaron a observar fenómenos raros. Los átomos del helio líquido se mueven, por mucho que los enfriemos; un efecto que contradice a la teoría clásica -según ella los átomos deberían permanecer inmóviles en el cero absoluto, debido a que carecen de energía cinética-, y avala la teoría cuántica, porque, para ella, los átomos nunca se hallan completamente quietos. El hecho de que el helio no se vuelva sólido al enfriarlo –otra manera de decir que los átomos no permanecen inmóviles- es la forma más simple de manifestar las consecuencias de las extrañas leyes de la mecánica cuántica.

     Lograda a temperaturas muy bajas, la superfluidez es otra manera, quizá la más espectacular, de que los objetos visibles manifiesten efectos cuánticos. El helio (por razones técnicas lo califico como cuatro) superfluido contradice la idea intuitiva de cómo debe comportarse un líquido; porque fluye sin esfuerzo a través de obstrucciones que retardarían el flujo de un líquido normal y porque se mueve desafiando las leyes del rozamiento: fíjese el perplejo lector que las corrientes de un superfluido persisten, no desaparecen, y que, si hacemos que una vasija con helio cuatro gire lentamente, observaremos que el líquido no participa en la rotación. Y no crea que acaba aquí el asunto; cuando los físicos comenzaron a trabajar con metales a temperaturas extremadamente bajas (la mitad de una mil millonésima de grado por encima de cero es la menor temperatura conseguida): ¡nueva sorpresa! La resistencia que presentan al paso de la corriente eléctrica desaparece: los metales se vuelven superconductores. Pero ésta ya es otra historia.

sábado, 14 de julio de 2012

Dos cerebros en uno

     En el reino animal, las facultades cerebrales tienden a encontrarse equitativamente repartidas en ambos hemisferios; no sucede así con los humanos. Juzgue el lector introspectivo el experimento que va a leer. Se ilumina la parte superior o la inferior de una pantalla y un sujeto debe predecir la parte que se va a iluminar; el experimentador impone que la luz aparezca en la parte superior ocho de cada diez veces, de forma aleatoria. Los individuos pronto se dan cuenta de que la parte superior se ilumina más a menudo y siempre tratan de descubrir la pauta; a pesar de que la adopción de esta estrategia significa aceptar el sesenta y ocho por ciento de las veces, cuando si apretaran sólo el botón superior acertarían el ochenta. Las ratas y otros animales aprietan únicamente el botón de arriba -así se comporta el hemisferio cerebral humano derecho-, no tratan de interpretar lo que sucede ni encontrarle significado, se limitan a acertar el ochenta por ciento. Cuando se le pide a la persona que explique el motivo de su elección… siempre encuentra una teoría, por descabellada que sea. El hemisferio cerebral izquierdo humano indaga el significado de los hechos, busca orden, aún cuando no exista, lo que le induce a cometer errores; tiende a generalizar en exceso, incluso construyendo a veces un pasado distinto del real: por ello los recuerdos verdaderos necesitan del hemisferio derecho, mientras que los falsos requieren de ambos. Lógicamente, el ingenioso e interpretativo hemisferio izquierdo tiene una experiencia consciente diferente de la exacta y literal del hemisferio derecho que se ocupa únicamente de la percepción.

     Los pacientes que tienen destruido el puente de unión entre ambos hemisferios cerebrales (técnicamente diríamos que su cuerpo calloso está seccionado) muestran una conducta excepcional. Si proyectamos una imagen en su campo visual derecho, -es decir, en su hemisferio izquierdo-, los sujetos describen lo que ven; pero cuando presentamos la misma imagen en el campo visual izquierdo dicen que nada ven, aunque señalan un objeto semejante al proyectado. Conclusión: el hemisferio derecho ve la imagen y realiza la respuesta motriz, pero resulta incapaz decir lo que ha visto. El experimento indica que cada hemisferio cerebral regula aspectos diferentes del pensamiento y de la acción: predomina el lenguaje en el izquierdo, mientras que el derecho sobresale en las tareas visuales y motoras. Los escritores ponderarán su cerebro zurdo, los pintores y escultores su cerebro diestro. 

sábado, 7 de julio de 2012

Antimateria

     Le recuerdo al lector profano, quizá confundido con los nuevos calificativos de la materia y de la energía, que probablemente existan la energía y la materia oscuras, aunque aún se ignore en qué consistan; sepa que podrá fabricar antimateria en un laboratorio o discutir sobre la realidad de la energía negativa; desconfíe, en cambio, de quien pontifique sobre la materia negativa o la antienergía, ambas carecen de significado.

     Fijémonos en la antimateria. Los científicos saben que todos los objetos materiales están formados por partículas; y también han observado que, por cada partícula de materia ordinaria, existe otra que tiene la misma masa y carga eléctrica opuesta. Dejemos volar la imaginación: estas nuevas partículas -que calificamos como antimateria- podrían unirse y formar átomos (antiátomos), que a su vez constituirían antiplanetas, antiestrellas, antigalaxias, quizá hasta antipersonas. Volvamos a la realidad de nuevo; los físicos han comprobado que cuando las partículas chocan con las antipartículas, ambas se aniquilan totalmente y en su lugar aparecen rayos gamma, que constituyen la forma más energética de la luz. Y otra vez recurrimos a la imaginación: si fuera posible que una persona se diese un abrazo con una antipersona se produciría una explosión equivalente a mil detonaciones de bombas nucleares de un megatón, suficiente cada una de ellas para destruir una ciudad.

     El lector inteligente probablemente se preguntará si existe antimateria en el universo. Los datos apuntan a que no: los observatorios astronómicos que detectan rayos cósmicos –partículas precedentes de las estrellas y galaxias- han hallado muy pocos antiprotones y antielectrones, y ninguna antipartícula pesada. Parece que el universo está formado casi exclusivamente por materia. Y nadie sabe a que se debe esta incómoda asimetría.

     Tanto se afanaron los astrónomos en buscar antimateria por todo el universo que al final la fueron a encontrar -en minúsculas cantidades- en el sitio menos esperado: en 2011, Michael Briggs detectó chorros de antimateria… en la Tierra. ¿Su origen? Los científicos sospechan que los quinientos destellos de rayos gamma terrestres, producidos diariamente en la atmósfera, son generados en la parte superior de las tormentas; si las condiciones son adecuadas intensos campos eléctricos desencadenan un ascenso de electrones, que alcanzan velocidades cercanas a la de la luz, y despiden rayos gamma cuando interaccionan con las moléculas del aire; rayos gamma que se transforman en electrones y positrones, que son expulsados fuera de la atmósfera. Antimateria encima de las tormentas. ¡Quién lo iba a decir!