Benito
Feijoo, el más famoso miembro de la Ilustración española, publicó más de un
centenar de discursos entre 1726 y 1739. Los temas son diversos, pero todos se
hallan presididos por el afán de erradicar la superstición y por el empeño en divulgar
la ciencia. Tomando como jueces decisorios las observaciones y la razón, el
ilustre erudito criticó las ideas irracionales y las creencias en las artes
adivinatorias, denunció a los curanderos y reprobó la astrología. Tres siglos
escasos después, hemos avanzado en el camino de la racionalidad, pero mucho
menos de lo que algunos desearíamos. Lea, el lector escéptico, los resultados
de una encuesta efectuada en los Estados Unidos de América, la sociedad tecnológicamente
más desarrollada del planeta: setenta y tres de cada cien encuestados creen en
un fenómeno sobrenatural, al menos; en percepciones extrasensoriales, cuarenta
y uno; en casas encantadas, treinta y siete; en fantasmas, treinta y dos; en
telepatía, treinta y uno; en la clarividencia, veintiséis; y veintiuno de cada
cien creen en la posibilidad de comunicarse con los muertos.
¿Es posible tal contradicción? Bruce Hood,
profesor de psicología en la Universidad de Bristol, sostiene que nuestro
cerebro funciona normalmente de manera supersticiosa y que, por tanto, resulta inútil
combatir las creencias irracionales. Según él, fracasará quien inste a alguien
a abandonar sus creencias, porque el componente irracional opera a un nivel tan
fundamental, que ninguna evidencia racional puede erradicarlo; de la misma
manera que no podemos eliminar un instinto. Pregúntese el lector curioso si estaría
dispuesto a cambiar su anillo de boda por una réplica idéntica; pocas personas
lo harían. La diferencia entre atribuir importancia sentimental a los objetos y
creer en la religión, la magia o lo paranormal, es sólo de grado, según el
prestigioso psicólogo. La fe en lo sobrenatural es extremadamente común y tan
inherente a la mente humana que no puede ser eliminada mediante la educación; nacemos
con un cerebro preparado para dar sentido al mundo, aunque sea con
explicaciones que sobrepasen lo natural, y esta capacidad específicamente
humana nos permite adaptarnos y sobrevivir. Nuestro cerebro detesta la
incertidumbre; evolutivamente ha sido programado para formularse preguntas
sobre la esencia, la causalidad y la finalidad de las cosas, y así opera; pero cuando
halla cuestiones incontestables, inventa las respuestas de forma inconsciente: busca
patrones donde no los hay, significados donde sólo impera el ruido y causalidades
donde rige únicamente el azar.
La
vida humana, lector consciente, quizá no sea más que un desafío fugaz al
destino adverso.