sábado, 31 de diciembre de 2011

Recuperarse de una tragedia

El progreso espectacular logrado en las ciencias físicas y biológicas en el siglo XX no ha resuelto los problemas humanos. Tenemos cura para muchas enfermedades que, sin embargo, matan a millones de personas cada año, sabemos controlar la población, pero su aumento en los países africanos impide su desarrollo económico, y podemos producir más alimentos, aunque la desnutrición constituye un azote para los pobres. ¿Para qué vale el conocimiento si los agricultores lo soslayan, los humanos desechan los anticonceptivos o los enfermos buscan a un brujo para que los atienda? La tecnología sola no puede resolver los problemas; se necesita una comprensión de la conducta humana. Naturalmente hay otras razones para fomentar el interés por las ciencias psicológicas; nuestra capacidad para idear técnicas de destrucción (piense el lector bondadoso en los aparatos bélicos) ha superado con creces a nuestra capacidad para prevenir su uso. Para mejorar la calidad de la vida de toda la humanidad –deduzco- debemos comprender y predecir nuestra conducta.
El discurso anterior se debe a que el escritor ha sabido que el ejército de EE.UU. está ejecutando un programa multitudinario de entrenamiento de la resiliencia, la capacidad para sobreponerse a una tragedia. Cuando nos acontece la muerte de un familiar, un atentado terrorista o un desastre experimentamos una profunda conmoción; sin embargo, los neurólogos y psicólogos que investigan las consecuencias de un siniestro han descubierto algo sorprendente: la mayoría de las víctimas comienzan a recuperarse pronto y, con el paso del tiempo, con sus emociones casi intactas: la mayoría de nosotros posee una asombrosa habilidad natural para la resiliencia.
Ayudados de las imágenes cerebrales y de los datos genéticos, los investigadores tratan de entender los fundamentos biológicos de la fortaleza emocional para saber qué hacer cuando fallen los procesos curativos naturales. Ante una amenaza, en el cerebro se produce una cascada de sustancias que nos estimulan a enfrentarnos al peligro o a huir; al mismo tiempo se forman unos amortiguadores de dicha respuesta, que contribuyen a la resiliencia. Uno de los procesos estimulantes clave comienza cuando el hipotálamo expele una molécula mensajera que provoca la liberación de cortisol, sustancia que, si bien mejora nuestra capacidad para enfrentarnos a situaciones dramáticas, nos perturba su exceso; para mantener el proceso bajo control, otras sustancias (DHEA, neuropéptido Y) amortiguan la respuesta. Los estudiosos investigan cómo los fármacos o la psicoterapia podrían incentivar la producción de estos controladores del estrés.

Al escritor, como es lógico, le gustaría conocer la eficacia de estos programas militares.

sábado, 24 de diciembre de 2011

¿Es caro el LHC?

     Ningún economista sensato negará la necesidad de invertir en ciencia, ni dudará de que los recursos financieros dedicados a ella deben ser limitados; se deduce que todos los proyectos científicos no pueden hacerse: deben asignarse prioridades. Y éste es el quid de la cuestión. En los albores del siglo XXI los gestores del dinero público deben identificar los grandes problemas a las que se enfrenta la humanidad para asignarles recursos (sin que ello signifique prohibir que el investigador aislado indague lo que su libre albedrío estime conveniente).

     En 2010, el físico mexicano Gerardo Herrera comparó el coste (entre paréntesis, miles de millones de dólares) del gran colisionador de hadrones con otros proyectos científicos más caros: el Programa Apolo (135), la Estación Espacial Internacional (100), el Proyecto Manhattan (25), el Sistema de Posicionamiento Global –GPS- (14), el Reactor Termonuclear Experimental Internacional –ITER- (14), el Telescopio Espacial Hubble (6), el Gran Colisionador de Hadrones –LHC- (6) y el proyecto Genoma Humano (3).

     Hagamos la misma comparación con proyectos más baratos. Casi todos los conocimientos del espacio exterior al sistema solar se han adquirido detectando las radiaciones electromagnéticas, pero también nos llegan otras señales: el mayor observatorio de neutrinos -IceCube-, en la Antártida, costará doscientos setenta y nueve millones de dólares; el LIGO, detector de ondas gravitatorias, trescientos sesenta y cinco millones de dólares. Los detectores de rayos cósmicos son más interesantes si cabe, porque no sólo nos proporcionan información del cosmos, sino también nos permiten observar choques cuya energía es muy superior a la conseguida en el LHC: el Observatorio Auger de rayos cósmicos ultra-energéticos ha costado cincuenta y ocho millones de dólares; treinta y tres millones de dólares era el coste programado del detector de rayos cósmicos (AMS-2), instalado en la Estación Espacial Internacional, aunque, por circunstancias adversas, se convirtió en mil quinientos millones.

     Cierto que los físicos contribuyeron a la victoria de las democracias en la segunda guerra mundial con sus inventos -bomba atómica incluida-, pero ¿abusan del merecido prestigio ganado para obtener desmesurados recursos? En estos momentos, buscan financiación para construir otra máquina, el colisionador lineal internacional –ILC- de electrones, cuyo coste estimado en 2007 supera los cuatro mil millones de euros.

     Ahora pregunto al lector escéptico, ¿los colisionadores tienen prioridad, en el gasto de tanto dinero, sobre la erradicación de las enfermedades tropicales infecciosas, o la cartografía de los circuitos neuronales del cerebro, o la exploración del sistema solar, o la gestión sostenible del planeta, o…?

sábado, 17 de diciembre de 2011

Escualos en peligro


Muchas personas ignoran que, cada día, aproximadamente doscientos setenta mil tiburones mueren en el mundo sin una buena razón que justifique su deceso. La captura exhaustiva de estos animales, por deporte o para la alimentación, ha reducido drásticamente sus poblaciones hasta el setenta por ciento en medio siglo; y una de cada seis especies se halla en peligro de extinción. Estos animales, que han sobrevivido a las principales extinciones masivas de la biosfera, se enfrentan en la actualidad al mayor desafío de su historia: la sobrepesca, las capturas accidentales y el cercenamiento de aletas; pues el apetito de los chinos por la sopa de aleta de tiburón ha disparado las capturas. Me avergüenza declarar que, para conseguir que las poblaciones se mantengan, en el año 2011, la humanidad todavía no había limitado su comercio internacional. Y cabe señalar que los tiburones tienen un crecimiento lento, maduran tarde y tienen pocas crías, lo que los vuelve muy vulnerables. 
La mayoría no perjudiquen a las personas, de las más de trescientas cincuenta especies que existen, ocho de cada diez, aproximadamente, o son incapaces de lastimar a la gente o rara vez se encuentran con personas. Sólo siete especies, tiburón azul (tintorera), marrajo, tiburón martillo, tiburón oceánico, tiburón tigre, tiburón lamia, tiburón blanco, atacan a los seres humanos habitualmente. En el año 2000, hubo menos de cien ataques en todo el mundo, once mortales; desde entonces el número de víctimas y fallecimientos ha disminuido hasta menos de diez muertos anuales. 
El amante de la naturaleza apreciará a estos animales extraordinarios; la especie más pequeña, el tiburón linterna enano mide sólo dieciocho centímetros, minúsculo comparado con el tiburón ballena que sobrepasa los doce metros; y todos viven en el océano haciendo lo que pueden para sobrevivir, tarea que –hasta ahora- han desempeñado bastante bien, pues son predadores oportunistas que, a la hora de encontrar comida, no desdeñan comerse entre sí, si no encuentran otra manera de saciar su apetito. Supervivientes que han existido durante más de cuatrocientos cincuenta millones de años, este hecho ya los hace dignos de respeto; porque vivían antes de que las ranas, reptiles, aves y mamíferos poblaran los continentes; si bien los tiburones antiguos eran diferentes a los actuales, los mismos escualos que vemos hoy moraban en la Tierra hace cien millones de años; lo que significa que compartieron el planeta con los dinosaurios. ¡Y ya llovió desde entonces! 

sábado, 10 de diciembre de 2011

La luz que irradia el vacío

En el año 2011, los físicos han logrado convertir las partículas que existen en el vacío en fotones, o sea en las partículas componentes de la luz. ¿No se ha sorprendido el lector suspicaz? ¿Si el vacío está vacío cómo van a existir partículas en él? ¡Imposible! Querido y escéptico lector sigue leyendo y te enterarás cómo unos físicos suecos han obtenido luz de la nada. ¡Nada menos!

El experimento efectuado por un grupo de científicos de la Universidad de Chalmers (en Suecia) se fundamenta en uno de los más extraños postulados teóricos de la mecánica cuántica: el espacio vacío... no está vacío. La teoría cuántica predice que el vacío puede imaginarse como una espuma en la que multitud de partículas revolotean: surgen de la nada y en ella desaparecen. Su existencia es tan fugaz que se las describe como virtuales; sin embargo, pueden tener efectos tangibles. En 1940 el físico Hendrik Casimir aventuró que dos metales planos muy próximos, colocados en el vacío, se atraerían debido al empuje de las partículas virtuales. Un halo de misterio ha rodeado a este efecto, que pronostica la existencia una fuerza que aparece de la nada, hasta que, en 1997, Steven Lamoreaux acometió un experimento que convirtió la teoría en realidad: necesitó acercar las placas a milésimas de milímetro, pero consiguió medir la fuerza; y es tan habitual que, en la actualidad, los diseñadores deben tenerla en cuenta para que no altere el funcionamiento de las minúsculas nanomáquinas.

No se han detenido los esfuerzos de los físicos en este campo: los teóricos han predicho que podrían conseguir un efecto similar (aparece energía de la nada) con un único espejo. Si lograsen moverlo muy rápidamente -arguyen-, absorbería la energía de los fotones virtuales y los emitiría como fotones reales. Resulta muy difícil realizar el experimento pues se necesita que el espejo vibre en el vacío a velocidades cercanas a la de la luz (recuerde el lector perplejo que, en un segundo, la luz da algo más de siete vueltas alrededor de la Tierra); pero al final lo consiguieron. Utilizando como espejo un dispositivo superconductor (SQUID) obtuvieron un resultado maravilloso: una lluvia de fotones saltaba del vacío. El experimento se ha convertido en otra prueba de la bondad de la mecánica cuántica; otra más… que no logrará convencer a los partidarios del clásico sentido común.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Clones

Por desgracia, los científicos emplean el término clonar -que significa hacer copias- con dos sentidos: uno indica la producción de duplicados de un trozo de ADN, que se ha insertado en una bacteria, el otro atañe a la producción de copias de animales completos, como la oveja Dolly o los gemelos idénticos. Aclaro, para evitar que se confunda el lector perplejo, que sólo me voy a referir al primero de ellos.

Durante el siglo XX los biólogos se limitaron a observar las células, igual que un naturalista contempla la sabana: aquí una leona devora a una cebra, ahí un cocodrilo mata a un ñu, allá una jirafa ramonea o un hipopótamo pasta; hasta que creyeron conocer lo suficiente de la maquinaria de la vida como para intervenir y manipular los seres vivos a su voluntad. En 1972, Herb Boyer y Stanley Cohen introdujeron información genética humana en el interior de una bacteria para que ésta fabricara proteínas humanas: habían hecho el primer experimento de ingeniería genética. La tecnología del ADN recombinante había proporcionado, por primera vez, moléculas de ADN que no existían en la naturaleza. La evolución por selección natural dejaba paso al diseño inteligente de seres vivos.

¿Cómo opera la ingeniería genética? Fijémonos en el mecanismo de producción de la insulina que necesitan los diabéticos. Se toma ADN humano procedente de las células de un páncreas sano, que contenga las instrucciones para que se fabrique la insulina; inmediatamente se trocea hasta que quede el pedazo que interesa clonar. Después se inserta el fragmento de ADN en un plásmido (una pequeña molécula de ADN, que vive en el interior de las bacterias y tiene capacidad para autorreplicarse). A continuación, se introduce el plásmido en la bacteria que se usará como factoría;  dentro de ella, el ADN recombinante, recién implantado, ordenará la fabricación de la insulina humana. Se procede, finalmente, al cultivo de las bacterias para multiplicar la producción de insulina; se recoge y ya está: lista para inyectar a los diabéticos. Mediante ingeniería genética se ha obtenido una proteína exactamente igual a las que fabrica nuestro organismo.

A la insulina humana, la primera proteína recombinante que se comercializó, le han seguido otras: el interferón, que se usa para el tratamiento de la esclerosis múltiple, o la hormona de crecimiento, útil para la terapia del enanismo; y estos productos no son más que el comienzo.