sábado, 26 de noviembre de 2011

Toba: la humanidad al borde de la extinción

Una erupción supervolcánica -cientos o miles de veces mayor que una habitual-es uno de los desastres más aniquiladores que la humanidad puede sufrir: equivale a la fuerza devastadora del choque de un asteroide contra la Tierra… que ocurre diez veces más a menudo. Afortunadamente, son sucesos raros: en los últimos dos millones de años, sólo en cuatro regiones se han emitido más de setecientos cincuenta kilómetros cúbicos de magma de una sola vez.

Sucedió hace setenta y cuatro mil años, en la isla Sumatra; el supervolcán Toba explotó con una furia inimaginable dejando como resto una caldera que ocupa el lago volcánico más grande del mundo (cien kilómetros por treinta de superficie y medio kilómetro de profundidad). La gigantesca erupción alteró el clima y provocó una catástrofe ecológica global; expulsó dos mil ochocientos kilómetros cúbicos de lava y cenizas, que dejaron una capa de ceniza de aproximadamente quince centímetros de espesor sobre el sur de Asia; además de la inmediata destrucción debido a las cenizas incandescentes, se inyectaron en la atmósfera gases y polvo, creando un fino velo alrededor del planeta que impidió el paso de la luz solar durante años: en pleno día habría la misma claridad que durante una noche de luna llena. Un invierno volcánico global, que pudo durar seis años, provocó una caída de la temperatura media entre cinco y quince grados; por si fuera poco, se habría abierto un agujero en la capa de ozono que aumentaría la radiación ultravioleta. El drástico cambio ambiental probablemente extinguió algunas especies.

Los genetistas han averiguado que todos los humanos actuales provenimos de una población muy pequeña, esta evidencia sirvió a Stanley Ambrose para proponer que la catástrofe de Toba habría reducido la población humana mundial a diez mil o incluso a mil parejas; en resumen, que la humanidad habría estado al borde de la extinción. Cuando el clima mejoró, nuestros antepasados nuevamente se expandieron desde África a todo el orbe; y las adaptaciones al ambiente de ese reducido colectivo -similar genética y físicamente a los actuales bosquimanos-, produjeron los diferentes rasgos y colores de la piel que hoy observamos en nuestros semejantes.

Apesadumbrado comunico una mala noticia al lector timorato: los geólogos son incapaces de predecir el momento de una supererupción; afortunadamente, también transmito una buena nueva: a pesar de todo, los vulcanólogos saben lo bastante de los lugares en los que podría producirse, como para pronosticar que no habrá ninguna pronto. ¡Menos mal!

sábado, 19 de noviembre de 2011

¿Es inevitable que existamos?

Los métodos de la física -predicciones minuciosas seguidas de comparaciones con experimentos reproducibles- son inaplicables en otras ciencias. Stephen Jay Gould expuso el problema en su libro Wonderful Life: en muchas ciencias sólo se pueden contar relatos porque los sucesos son contingentes, es decir, únicos e impredecibles. Los métodos de las ciencias históricas –cosmología, geología o evolución biológica- se encuadran en la narrativa; no hay experimentos porque no hay sucesos reproducibles, cualquier historia no es más que “una maldita cosa después de otra”. Puede explicarse lo que pasó, pero no predecir lo que sucederá.

Tradicionalmente, las ciencias se agrupan en dos categorías: las ciencias duras, en las que los sucesos pueden predecirse aplicando un formalismo matemático (las leyes naturales), y las ciencias blandas, en las que sólo es posible dar una explicación narrada de los acontecimientos. A la primera categoría pertenecen la física, la química y la biología molecular; la evolución biológica y la economía pertenecen a la segunda. Gould atribuye la variabilidad de los fenómenos históricos, y por tanto su complejidad, a la contingencia; los acontecimientos históricos dependen de casualidades, en consecuencia, si la historia se repitiese las pequeñas divergencias proporcionarían un resultado diferente: es imposible predecir a largo plazo. No sabemos si la supervivencia de una especie se debe al azar y tampoco tenemos pruebas de que los ganadores de la evolución gozaran de superioridad alguna. Los seres vivos contemporáneos son sólo un posible resultado entre otras posibilidades; si la evolución comenzase de nuevo probablemente tendría otro desenlace. En resumen, la teoría evolutiva es incapaz de predecir nuestra existencia.

Según Gould: “Si usted quiere formular la pregunta de todos los tiempos (¿por qué existen los humanos?), una parte principal de la respuesta… debe ser: Porque Pikaia [antecesor de los vertebrados hace quinientos millones de años] sobrevivió… Esta respuesta no menciona ni una sola ley de la naturaleza; no incorpora afirmación alguna sobre rutas evolutivas previsibles, ningún cálculo de probabilidades basado en reglas generales de anatomía o de ecología. La supervivencia de Pikaia fue una contingencia de la historia. No creo que se pueda dar una respuesta superior, y no puedo imaginar que ninguna resolución pueda ser más fascinante. Somos la progenie de la historia, y debemos establecer nuestros propios caminos en el más diverso e interesante de los universos concebibles: un universo indiferente a nuestro sufrimiento y que, por lo tanto, nos ofrece la máxima libertad para prosperar, o para fracasar, de la manera que nosotros mismos elijamos”.

sábado, 12 de noviembre de 2011

La maldita constante cosmológica

¿Qué contiene el universo? Humanos, seres vivos, planetas, estrellas, galaxias: en resumen, materia. ¿Nada más? Luz, o sea radiación, o dicho con otras palabras, energía. Eso es todo. Preguntémonos ahora por la cantidad: el fondo cósmico de microondas nos proporciona la densidad total de energía y materia del universo (su densidad crítica). Deberíamos obtener el mismo valor si efectuásemos el cómputo por partes: observemos el universo con telescopios y midamos la densidad de la materia (visible o potencialmente visible) que contiene; obtenemos el cinco por ciento de la densidad crítica; cinco milésimas del uno por ciento de la densidad crítica se debe a la radiación y el cero como tres por ciento a los neutrinos, las partículas más minúsculas de la materia. Fíjese el lector atento que ya hemos agotado todos los componentes del universo y aún queda el noventa y cinco por ciento de la materia y energía sin conocer. Los astrónomos observan que las galaxias se mueven como si tuvieran más materia que la visible; de ésta y otras pruebas deducen que existen partículas de materia desconocida a las que no les afecta la luz (son invisibles), pero sí la gravedad; esta materia, que llamaron materia oscura, representa el veinticinco por ciento de la densidad crítica. Hemos avanzado mucho, pero aún queda el setenta por ciento del cómputo global de materia y energía… y no sabemos en qué consiste.

En el año 1998 se descubrió -por observación de las supernovas- que el universo no sólo se expande, sino que lo hace aceleradamente. ¿A qué se debe? Los físicos idearon un fluido cósmico repulsivo –técnicamente apellidado energía oscura- que se contrapone a la gravedad. No saben en qué consiste, pero tienen sospechas; podría ser una peculiar forma de energía inherente al espacio vacío, que Einstein llamó constante cosmológica. De ser así se plantea un grave problema, porque, aunque matemáticamente equivalentes, la constante cosmológica y la energía del vacío divergen en su significado; aquélla constituye una propiedad del espacio y ésta la energía de las partículas virtuales que existen en el vacío. Y si sólo fuera eso… Al calcular teóricamente la densidad de energía del vacío -e indirectamente de la constante cosmológica- obtenemos un valor que resulta superior a la densidad crítica del universo en un número que contiene ciento veinte cifras. Jamás en la historia de la física hubo una diferencia tan gigantesca entre la teoría y la observación. Amigo lector quizá tú seas capaz de enderezar el entuerto. 

sábado, 5 de noviembre de 2011

Fábula sobre los lobos

     Los documentales del naturalista español Félix Rodríguez de la Fuente, pionero en la defensa de la naturaleza, me impresionaron profundamente. Recuerdo con cariño a aquellas hermosísimas imágenes y las ideas que las acompañaban: los lobos y las aves rapaces no eran alimañas para matar, sino compañeros con los que convivir. Los libros de Jack London, primero, y los de Miguel Delibes después contribuyeron a remachar la misma idea; que reverdeció en 1999, cuando devoré “Un viejo que leía novelas de amor” de Luis Sepúlveda. Y si el lector, además de erudito, es amante de la naturaleza consiga el discurso con el que Miguel Delibes entró en la Real Academia de la Lengua Española en 1975: le emocionará.

     Sí, tiene razón el amoscado lector, está en un escaparate de curiosidades científicas y no literarias; siga leyendo y se enterará de los argumentos científicos por los que debe respetar a los animales: el sermón inicial no iba descaminado. El impacto que la vuelta de los depredadores ha causado en el medio ambiente se puede observar en el Parque de Yellowstone, en EEUU, donde los lobos fueron reintroducidos a mediados de la última década del siglo pasado. Los biólogos comprobaron que la ausencia de lobos entre 1926 (fueron exterminados) y 1995 coincidió con una disminución en la población de castores. La investigación del doctor Doug Smith sugiere que los depredadores no influyen solamente en el número de animales que se alimentan de plantas, sino que -a través de una serie de complejas interacciones en el ecosistema- también ayudan a recuperar el bosque.

     Los lobos se comen a los alces, que se comen a los sauces, que necesitan los castores; pero desde que los lobos regresaron, los castores también lo hicieron... gracias a que aumentó el número de sauces. La pieza perdida del rompecabezas era el lobo, el depredador que encabeza la cadena. Ahora que los castores retornaron y han empezado a construir más presas, el nivel del agua en zonas deforestadas ha empezado a aumentar, restaurando las poblaciones de árboles que requieren de mucho líquido, como los sauces.

     El doctor Smith considera a los lobos como factores cruciales para evitar la destrucción ambiental. Sabemos que compiten con nosotros y que a veces nos matan; pero la recompensa de reintroducirlos supera los riesgos que entrañan. Los humanos debemos convivir con los depredadores y dejar de odiarlos: por nuestro propio interés.