sábado, 24 de septiembre de 2011

La piel, original envoltura

Seguro que al lector emotivo le gustan las caricias. Al escritor también: por eso aprecia sobremanera la enorme sensibilidad de la piel: medio millón de sensores del tacto nos lo demuestran. La piel contiene además cuatro millones de detectores del dolor, ciento cincuenta mil receptores del frío y dieciséis mil del calor; la enumeración nos indica que somos más sensibles al frío que al calor, y que podemos recibir múltiples avisos de daño (que esa es la función del dolor, aunque nos cueste creerlo).

La función primordial de la piel consiste en proporcionar una barrera impermeable para que los tejidos corporales, que requieren un ambiente húmedo para mantenerse vivos, sean protegidos de la evaporación del agua. La experiencia diaria nos demuestra su eficacia: podemos bañarnos y puede llovernos encima sin que se agregue agua al cuerpo. Sin embargo, la impermeabilidad no es perfecta: algunas sustancias pueden atravesarla: hacia dentro -las pomadas- o hacia afuera, medio litro de agua diario, aproximadamente, se difunde al exterior y se pierde. Además, créalo o no el lector escéptico, por la piel se respira: capta ciento cincuenta mililitros de oxígeno cada hora (apenas la mitad del uno por ciento del total); y no es desdeñable que muchos gases puedan franquearla, proceso que no reviste importancia, excepto cuando los productos son tóxicos. Aunque la piel es aislante, desempeña un papel fundamental en el mantenimiento del equilibrio térmico, porque puede transpirar; las glándulas sudoríparas se encargan de esta importante función, pues evaporan agua (el sudor) y con ella se pierde calor.

La piel, el mayor órgano del cuerpo, es una envoltura de tres kilos de peso y un milímetro y medio de espesor medio; está formada por dos capas: la epidermis, la capa externa, delgada como el papel de fumar, excepto en manos y pies, y la dermis, la capa interna con la que puede hacerse el cuero. Nos protege contra los pequeños accidentes cotidianos, pues su elasticidad permite que la presión de un golpe se distribuya por una zona amplia, actúa como barrera mecánica que evita infecciones, y funciona como una cubierta resistente a la mayoría de las agresiones químicas que le infligimos: bien con contaminantes atmosférico, bien con productos higiénicos -jabones y detergentes- o con artículos de belleza –polvos y cosméticos-.

Por último, y para alabar a este bello órgano, reproduzco la evocación de un poeta:
Ni nardos ni caracolas
tienen un cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Sonámbulos

Nuestros contemporáneos usan los transportes, los medios de comunicación y la medicina sin considerar que son el resultado de una manera de adquirir conocimientos que hemos acordado en llamar ciencia. Pero ni siempre ha sido así, ni podemos asegurar que la ciencia perdurará en el futuro. Arthur Koestler nos alecciona sobre ello en un magnífico libro “Los sonámbulos. El origen y desarrollo de la cosmología”. El ensayo tiene tres protagonistas un canónigo tímido, un genio buscador de la belleza y un profesor extraordinariamente soberbio; con Copérnico, Kepler y Galileo, el autor monta una trama cuyo objetivo es mostrarnos el camino que siguió el conocimiento humano del cosmos; desde variopintas creencias hasta llegar a la comprensión de la realidad. Y –argumenta- no fue inevitable que hubiera sucedido. Conseguir que Copérnico publicase “De las revoluciones de los cuerpos celestes”, en el que afirmaba que la Tierra gira alrededor del Sol, resultó una tarea de titanes. Kepler y Galileo convirtieron la astronomía en ciencia: emociona la ciclópea lucha que mantuvo el primero con Tycho Brahe para le prestase sus datos astronómicos; y apabulla la soberbia del segundo en sus apasionados debates con sus colegas. Antes de estos lances Koestler dedica el prólogo a los sabios griegos que descubrieron que la razón y no el mito era el instrumento para indagar en la naturaleza; y consagra el epílogo al genio de Newton: su teoría del cosmos se asemeja a la nuestra.

Desde el 1600 la ciencia ha progresado continuamente, eso nos tienta a creer que el avance del conocimiento ha sido un proceso ininterrumpido desde el inicio de la civilización hasta nosotros. No sucedió así; y debería maravillarnos la cortedad de los tramos en los que prevaleció el pensamiento racional. En el siglo sexto antes de Cristo los sabios sabían que la Tierra era una esfera y habían medido su tamaño, sin embargo en el siglo sexto después de Cristo afirmaban que la Tierra era un disco o que tenía la forma de un tabernáculo: el conocimiento ni había avanzado, ni se había estancado: había retrocedido.

Desde la aparición de la humanidad hasta el siglo sexto antes de Cristo, la senda del conocimiento atravesó un oscuro túnel lleno de mitos; a continuación, durante unos pocos siglos, quizá tres, una luz intensa –la razón- iluminó la ruta, seguidamente nos sumergimos de nuevo en la oscuridad repleta de sueños distintos, de la que no salimos hasta el siglo XVI, cuando apareció la ciencia. Ella nos alumbra… por ahora.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Pulmones del planeta

Las selvas ecuatoriales, mal llamadas tropicales, son lugares muy cálidos y húmedos, en los que caen lluvias abundantes. Se trata de bosques complejos que presentan varios pisos de exuberante vegetación; los árboles, enormes, de hasta sesenta metros de altura y hoja perenne, tienen los troncos rectos; las lianas y las plantas que crecen sobre otras alcanzan gran desarrollo; la densidad del follaje, que impide que penetre la luz, y la rapidez con la que se descompone la hojarasca dejan el suelo relativamente abierto: la impenetrable maleza que la imaginación popular atribuye a la selva no se corresponde con la realidad.

Aunque ocupan menos del siete por ciento de la superficie terrestre, las selvas contienen más del cincuenta por ciento de las especies animales y vegetales del planeta (algunos biólogos elevan el porcentaje al noventa). Estos magníficos vergeles, auténticos pulmones verdes de la Tierra, se hayan amenazados por la acción humana: por las talas realizadas por la industria maderera y por las quemas efectuadas para hacer cultivos. Sin embargo, el suelo de la selva es muy pobre, no apto para la agricultura, porque en tres o cuatro cosechas pierde sus nutrientes; y, por si fuera poco, una vez destruido, su recuperación resulta imposible, porque se vuelve duro y adquiere costra. No sólo los agricultores, madereros y gobernantes de lugares lejanos son culpables de la deforestación, nosotros no somos inocentes: España es el décimo importador mundial de madera tropical. El lector menesteroso conocerá, y tal vez haya usado, muebles de iroko, sapelli, palisandro, elondo o ébano africanos, o quizá de caoba americana o acaso de teca indonesia o birmana; debe saber que la pérdida de biodiversidad se correlaciona con la tala de árboles cuya madera usa.

Hace diez mil años, los bosques ocupaban la mitad de la superficie terrestre, hoy sólo la tercera parte, cuatro mil millones de hectáreas. La deforestación, un proceso que afectó en el pasado a la zona templada del planeta, aqueja, en el presente, a la zona intertropical y, además, a un ritmo mucho mayor. Las cuencas del Amazonas y del Congo y algunas regiones intertropicales de Asia pierden masa forestal a una velocidad alarmante: cada año, entre el 2000 y el 2005, en África, desaparecieron cuatro millones de hectáreas de bosques, y en Suramérica y Centroamérica, cuatro millones y medio; no puede extrañarnos que Brasil, Congo e Indonesia encabecen, en el año 2000, la ignominiosa lista de los países que presentan mayor deforestación. ¡Reflexione el despreocupado lector!

sábado, 3 de septiembre de 2011

El significado de la energía

     Si le pregunto al lector erudito por el significado de la energía probablemente menospreciará la cuestión por sencilla. ¿Cómo no voy a conocer algo tan simple? Preguntará, amoscado. Y disertará sobre la energía eléctrica, la nuclear, la eólica…pero le resultará difícil definirla, hasta que otro, más versado en el tema, apunte que energía consiste en la capacidad para producir trabajo. Aparentemente la capacidad para realizar tareas es una concepción intuitiva que encaja bien con las nociones previas; sin embargo, presenta problemas, porque si un objeto pierda capacidad de producir trabajo, lógicamente deduciremos que disminuyó su energía -sin que nadie la gane-, lo que contradice la observación que la energía ni se crea ni destruye. Entender el significado de la energía no es tarea fácil. Según el afamado físico Richard Feynman no sabemos qué es; ni tenemos un modelo de energía que podamos imaginar: un modelo formado por pequeñas gotas de tamaño definido; no es así; sin embargo, -argumenta- hay fórmulas para calcular cierta cantidad numérica y cuando las sumamos todas, siempre encontramos el mismo número. ¡Qué ya es casualidad!

   No existen, como tal vez crea el incauto lector, muchas variedades de energía; para el físico todas se reducen, en último término, a dos o acaso tres: la debida al movimiento (que llama cinética), la debida a su localización (apellidada potencial gravitatoria, o potencial eléctrica o…), quizá añada otra y bautice como energía interna a la suma de la energía cinética y potencial de las partículas constituyentes de un cuerpo. Nada más; se equivocará quien crea que el calor es otra forma de la energía, el calor (igual que el trabajo) es una manera de transferir energía de un cuerpo a otro. En cualquier caso, lo más curioso de todo esto es que, de una manera que me atrevo a decir casi milagrosa, la cantidad de energía siempre se mantiene invariable, si un objeto la pierde, otro, en algún lugar, la gana.

     Todo esto ya se sabía en el 1905; por si no fuera suficientemente complicado, en ese año Einstein demostró que la masa constituía otra de las formas que toma la energía para manifestarse. Y la prueba de que su teoría era acertada resultó contundente: una bomba atómica arrasó la ciudad de Hiroshima y otra destruyó Nagasaki.