sábado, 25 de junio de 2011

Fenómenos aparentemente imposibles


El lector aficionado a la tecnología conocerá las pantallas ultraplanas de televisión -de cristal líquido o de plasma-, habrá visto las de dos centímetros y medio de espesor, y quizá haya oído hablar de las de tres milímetros que recientemente han salido al mercado; pero probablemente ignorará que las pantallas de emisión de campo proporcionan mejores prestaciones que las construidas con otras tecnologías. A pesar del interés que tienen para el público estos productos, no son ellos los protagonistas de esta digresión, sino el increíble fenómeno físico que permite la existencia de tales pantallas.

Tal vez el estudioso lector sepa que la física cuántica explica fenómenos que la física clásica considera imposibles, fenómenos, eso sí, que suceden casi siempre en el mundo atómico. En cualquier caso, hagamos un experimento mental: diseñemos un vidrio que sólo permita el paso de balas cuya energía (entiéndase energía como sinónimo de velocidad) sea superior a doscientas unidades y detenga a todas las de energía menor. Un físico clásico aseguraría, sin temor a equivocarse, que, si lanza balas lentas cuya energía sea ciento cincuenta contra el vidrio, ninguna pasará; también aseveraría, sin mostrar ninguna duda, que si disparase balas rápidas, con una energía de doscientos cincuenta cada una, pasarían todas. ¿Está el lector de acuerdo? Seguro que sí. Pero si un físico cuántico efectuase la prueba esperaría unos resultados distintos: porque alguna de las balas rápidas es, inexplicablemente, detenida, y alguna de las lentas atraviesa, no se sabe cómo, el vidrio. Los resultados que predice el físico clásico los obtiene el cuántico… la mayoría de las veces. La lógica cuántica no coincide con la clásica. ¡Qué le vamos a hacer! Y no se trata de teorías más o menos creíbles, tales fenómenos suceden a menudo en la naturaleza, aunque la mayor parte de las veces en los niveles microscópicos. La penetración de una barrera de energía potencial –que así se llama el fenómeno de atravesar una barrera de una forma que, a priori, parece imposible- se observa en algunas situaciones; concretamente, cuando ciertos metales, a los que se les aplica un campo eléctrico, emiten electrones; un proceso que tiene una amplísima aplicación industrial en la fabricación de dispositivos usados en la microelectrónica de vacío… y en la vanguardista pantalla ultraplana que ponderábamos al principio de este comentario. 

sábado, 18 de junio de 2011

Calamares gigantes


Mientras degustábamos unos deliciosos calamares a la romana, un amigo biólogo rememoraba las características del animal que deleitaba nuestras papilas gustativas.

-Se trata de un octópodo, tiene ocho patas -argumentó él-. Y el número de patas no es un asunto baladí pues existen animales bípedos, -recuerda los monos y las aves-, o tetrápodos como un elefante; resulta fácil ver hexápodos –siguió su discurso-: todos los insectos tienen seis patas, y comer decápodos: las nécoras, los langostinos o las centollas son manjares exquisitos; y aún me faltan los ciempiés y milpiés para aludir a los animales que tienen un número par de patas.

-Sin embargo, no hay animales con un número impar -añadí yo-. ¿Por qué no existen bichos de tres, cinco o siete patas? Y no se jacte el tortuoso lector que haya pensado en las estrellas de mar, porque los cinco brazos no son patas.

Incapaz de darme una respuesta, mi amigo abandonó el tema y mencionó una característica de los calamares gigantes que logró sorprenderme: no son comestibles. A pesar de sus inauditas dimensiones, un máximo de quince metros para los machos y dieciocho para las hembras, estos poco conocidos titanes poseen una flotabilidad neutra en el agua. Han leído bien: los calamares gigantes -un par de centenares de kilos- pueden mantenerse en una profundidad concreta sin nadar. ¿La explicación? Sus músculos contienen una alta concentración de cloruro de amonio, más ligero que el cloruro de sodio del agua marina; el calamar, de una forma aún desconocida para nosotros, acumula amonio, tóxico para la mayoría de los animales, sin ser dañado. Como habrá deducido ya el lector inteligente la carne con amonio es tóxica para nosotros… pero no para los cachalotes: el cetáceo desciende hasta más de mil metros de profundidad, el hábitat habitual de los gigantescos cefalópodos, para cazarlos, pues ellos constituyen su bocado predilecto. Ninguna cámara ha rodado todavía la titánica lucha entre ambas bestias, pero auguro que debe ser fantástica.

Los calamares gigantes son animales difíciles de observar; la mayoría de los ejemplares conocidos se han encontrado en la costa debido a varamientos en masa; un fenómeno periódico -sospecha el zoólogo Frederick Aldrich-, que sucede aproximadamente cada noventa años; como ya ocurrió entre 1870 y 1880, y también entre 1964 y 1966; si su predicción se confirma, debemos esperar a la década de 2050 a 2060 para hallar más calamares gigantes. El observador de estos bichos, sin duda, debe ejercitar la virtud de la paciencia.

sábado, 11 de junio de 2011

La energía interna de la Tierra


La mayor parte de los fenómenos que suceden en la superficie terrestre obtienen su energía, en último término, del Sol. Los animales la consiguen comiéndose las plantas y éstas la asimilan directamente de la luz; no sólo los seres vivos, también los vientos, las nubes, las tormentas y corrientes oceánicas obtienen su impulso del gigantesco astro. En el pasado los físicos pensaron que el Sol producía energía quemando gigantescas cantidades de combustible de un modo parecido a como se quema el carbón; deducían entonces que la vida de la estrella sería un millón de años, el tiempo que tardaría en arder toda la materia. Astrónomos y geólogos disentían de tal interpretación, porque -según ellos- la edad solar era de cinco mil millones de años. Sólo había una manera de conciliar ambas suposiciones: si la estrella se mantenía brillando durante todo ese tiempo su fuente energética debería ser otra. Los físicos la han hallado: en las estrellas se desprende energía cuando se unen protones para formar núcleos de helio; y no se trata de reacciones químicas, sino de reacciones nucleares, miles de veces más potentes. Por fin todos los científicos se mostraban de acuerdo.
Volcanes, terremotos, aguas termales y géiseres, son muchos los fenómenos terrestres cuya energía procede de fuentes distintas al Sol. Durante el siglo XX los geólogos consideraron que el calor interno de la Tierra se debía a la desintegración de átomos radiactivos, sobre todo de uranio y torio. Ya no pueden mantener tal hipótesis porque estos elementos, presentes en la corteza, son muy escasos en el núcleo; sin embargo, sabemos que el núcleo terrestre está muy caliente, a seis mil grados (poco más o menos como la superficie solar, pero muy inferior a los diez millones del interior de la estrella). ¿De dónde proviene el calor interno? Situémonos en el momento en que se formó la Tierra; observaríamos múltiples colisiones de astros más o menos grandes que terminan con su fusión; probablemente buena parte del calor del núcleo provenga de este proceso; porque los objetos que chocan se calientan. Igual que un termo conserva caliente el café, las rocas del manto y la corteza han guardado el calor inicial a lo largo de toda la historia de la Tierra. El calor generado hace cuatro mil quinientos millones de años se manifiesta en la lava que vierte un volcán contemporáneo o en las aguas termales que usamos en los balnearios. ¡Quién lo diría!

sábado, 4 de junio de 2011

Más allá de los cinco sentidos

     Tal vez el lector incauto crea que su cuerpo sólo dispone de cinco sentidos para recibir información del medio ambiente, continúe leyendo y comprobará que, afortunadamente para él, tiene algunos más. Si alguna vez ha jugado con los modelos de tamaño natural de un caballo y de un humano habrá observado que la estabilidad del bípedo es más precaria que la del cuadrúpedo. Un ingeniero no necesitaría hacer la prueba, porque ya sabe que la postura erguida es insegura, y que nuestro cuerpo está estable sólo cuando permanecemos tumbados, sentados o arrodillados. Los argumentos en los que fundamentaría su deducción son contundentes: el centro de gravedad del cuerpo humano se halla en un punto elevado, y el área del suelo en la que debe caer una vertical trazada desde el centro de gravedad, para impedir la caída, es muy pequeña (unos cien centímetros cuadrados).

     Concluyo: si no fuera porque disponemos de dos sistemas estabilizadores del equilibrio nos resultaría muy difícil permanecer de pie o caminar, e imposible subir y bajar escaleras o ejecutar acrobacias. El primero de los sistemas detectores del movimiento, el laberinto, es un órgano comparable al sistema de navegación inercial de un submarino; consta de tres tubos semicirculares perpendiculares entre sí, uno horizontal y dos verticales; los tubos (llamados canales) están llenos de líquido y dentro llevan unas células con unos pelillos que actúan de detectores del movimiento, de tal manera que, cuando la cabeza rota en cualquier dirección, al menos uno de los canales semicirculares se activará. El segundo sistema detector consta de dos saquitos llenos de una sustancia gelatinosa, que contienen unos pequeños cristales móviles y unas células con pelillos que detectan sus movimientos; el utrículo y el sáculo, que así se llaman ambas estructuras, permiten que el cuerpo se oriente respecto a la gravedad y perciba la aceleración: actúan como un sismógrafo, el aparato usado para detectar los terremotos.

     Los mecanismos encargados de mantener el equilibrio (igual que los habilitados para captar los sonidos) son frágiles y no pueden exponerse a los azares del medio ambiente: deben protegerse. Alojarlos en el oído interno, un reducido espacio de un centímetro excavado en los dos huesos temporales del cráneo, representa un extraordinario logro de ingeniería. ¡Admiremos la evolución que ha conseguido tal maravilla biológica!