Muchos
de nuestros civilizados contemporáneos no sólo ignoran los cambios anuales que
suceden en la naturaleza, sino también agreden a los seres vivos que en ella viven.
Quizás la celebración del día mundial del árbol -el 21 de marzo- induzca a
alguno a reflexionar sobre ello; y no se trata de evocar viejas supersticiones
como "tocar madera" para evitar las catástrofes, ni tampoco recordar nuestros
humildes orígenes en los bosques africanos. Un bosque es una fuente de oxígeno y
un sumidero de dióxido de carbono; quizá por esto el cáustico lector disculpe mi
simpatía hacia un calendario ligado al bosque. Los celtas dividían el año en
trece meses que identificaban con el árbol que fructificaba o florecía en la
época: mes del abedul, del serbal, del fresno, del aliso, del sauce, del espino
blanco, del roble, del acebo, del avellano, de la vid, de la hiedra, del carrizo
y del saúco. Y cada vegetal me sugiere alguna idea. Los robles y abedules cubrieron
Europa durante milenios; nuestros antepasados hacían canoas con la blanca corteza
del abedul, pan con las partes tiernas y con la savia fermentada se emborrachaban;
el majestuoso roble de larga vida aloja una enorme cantidad de animales. Las flores
blancas del serbal dan una miel exquisita. El fresno crece en los valles
húmedos y el aliso en las orillas de los ríos, aquél tiene flores olorosas y
con la madera de éste se hacen zuecos, toneles y platos. El paludismo y el reuma
me recuerdan al sauce: contiene una sustancia que se empleó como remedio de
esos males. Huele tan bien el espino blanco que su fragancia se asoció con el
sexo, y su flor fue considerada la flor de los amantes. El acebo alimenta y
cobija a muchos animales, entre ellos, al urogallo; hoy sus ramas se emplean en
navidad, en el pasado espantaban los malos espíritus. Las varitas mágicas de
las hadas se hacían de avellano. ¿Hay algún hedonista lector que no haya
probado los exquisitos frutos de la vid? Las hiedras no son árboles, sino enredaderas
que crecen por los troncos o por las fachadas de las casas; tampoco lo son los
carrizos, unos magníficos cañaverales, que verá quien se acerque, en otoño, a
las misteriosas torres medievales de Catoira. Visite al saúco quien quiera oír
el canto de mirlos y estorninos, sus bayas son una golosina para estos pájaros.
Amigo
lector, desterrar de España el odio al árbol resulta necesario y me parece… encantador.