sábado, 26 de febrero de 2011

El gran desconocido

     Los seres vivos se comen, el agua se bebe y el aire se respira, pero el suelo, la epidermis de la Tierra, que ocupa las dos terceras partes de los continentes con un espesor que oscila entre varios milímetros y pocos metros, ni se come, ni se bebe, ni se respira: es el gran olvidado del medio ambiente. Sin embargo, constituye un patrimonio de la humanidad que hay que cuidar, como el bosque, el agua o el aire, porque sirve de morada para los animales terrestres, garantiza la calidad del agua, que se filtra cuando lo atraviesa; y regula en gran medida nuestra nutrición, porque, actuando como sostén y alimento de las plantas, resulta imprescindible para su crecimiento.

     Igual que la atmósfera, la superficie actual del planeta ha sido creada por la vida; en cualquier punto, en un bosque o en un jardín, en una pradera o en un parque, en la taiga o en un cultivo, el suelo contiene gusanos e insectos que en él se cobijan; las lombrices se alimentan del suelo transformándolo, y al hacerlo contribuyen a su fertilización tanto como los abonos; los microorganismos son igual de importantes: cada partícula de humus contiene millones de ellos, y de innumerables variedades especializadas en la descomposición de los diferentes seres vivos. Todos ellos consiguen que los residuos orgánicos sean consumidos con rapidez y no se acumulen en la naturaleza; así, los componentes de la flora y fauna se reciclan tras su muerte; transformados en sustancias simples, quedan disponibles para fabricar nuevos microbios y vegetales, que, a su vez, serán consumidos por los animales, humanos incluidos.

     Desgraciadamente, la erosión del suelo (que así llaman los geólogos a su destrucción) ha aumentado en los últimos veinte años; ya afecta a un veinte por ciento de las tierras agrícolas del planeta, a un quince por ciento de los pastizales y a un treinta por ciento de los bosques; no crea el suspicaz lector que se trata de afirmaciones exageradas, son datos de Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación. Preocúpese el lector solidario, porque hay mucho sufrimiento detrás de tan aparentemente banal información: la degradación del suelo afecta a un cuarto de la población mundial, más de mil quinientos millones de personas dependen, como todos nosotros, del vilipendiado suelo, para comer.

sábado, 19 de febrero de 2011

Neutrinos, humildes protagonistas

     Me encantan las fábulas en las que el más humilde de los personajes acaba adquiriendo el papel protagonista, y esto, aunque sorprenda al ingenuo lector, también sucede en astronomía.

     Los físicos creían saber que el Sol era un enorme reactor nuclear que convierte los núcleos de hidrógeno en helio, y, en el proceso, desprende neutrinos y luz. La teoría resultaba convincente, pero había que comprobarla. A medida que los detectores de neutrinos solares se hicieron lo suficientemente sensibles, los investigadores comprobaron que contaban un número de neutrinos mucho menor que el predicho: o los detectores eran inexactos o la teoría equivocada; en cualquier caso, los físicos se encontraban en un buen aprieto. Antes de nada, fijémonos en la detección, -se dijeron-, porque había un matiz que acabó resultando extremadamente importante: los aparatos sólo observaban una clase de neutrinos de las tres que pueden existir. Si llegase sólo un tercio de los esperados –argumentaron entonces algunos físicos- los dos tercios que faltan se habrían convertido en los otros y, por tanto, no serían detectados. ¿Qué hacer? ¡Construir mejores detectores! Con ellos hallaron que llegaba a la Tierra la tercera parte exacta de los neutrinos esperados. Pero apenas habían resuelto un problema, surgió otro nuevo, porque, para que sucediese la increíble conversión de unos neutrinos en otros, los neutrinos deberían tener una masa… menor que la doscientas millonésima parte de la masa de la partícula más pequeña que existe (un electrón). Los físicos deben medir tan minúscula cantidad para estar seguros de que la teoría es, por fin, cierta: y en esto están.

     Dejemos nuestro entrañable Sol y fijémonos en estrellas más voluminosas. También estas diminutas partículas aparecen como protagonistas de las explosiones más grandiosas que ocurren en el cielo. Las supernovas se producen cuando una estrella gigante agota su combustible, se contrae repentinamente, colapsa y, antes de que la estrella moribunda estalle, reaccionan sus protones y electrones para dar neutrinos que, en diez segundos, se llevan los diez mil increíbles septillones de julios de energía desarrollada por la supernova; sólo un uno por ciento de esa enorme cantidad se transforma en luz radiada y otro uno por ciento, escaso, en energía cinética del material en expansión. Casi toda la energía de la más titánica explosión celeste la transportan las partículas más diminutas: las cenicientas se han convertido en princesas.

sábado, 12 de febrero de 2011

¿Es posible el control de cuerpos ajenos?


La película Avatar no sólo me proporcionó un agradable entretenimiento, sino también me indujo a reflexionar sobre la viabilidad del control de cuerpos a distancia. Aclararé, antes de continuar con el relato, que considero imposible gobernar totalmente un cuerpo ajeno. Expongo mis razones: aún considerando, de una forma estrictamente reduccionista, que la mente humana no es más que una decena aproximada de billones de bits de información, no concibo una manera de transmitir esa información de un cuerpo a otro. Descartado un cuerpo, sí considero posible que una persona pueda llegar a controlar mentalmente a una máquina. Y, aunque parezca ficción, en esta tarea trabajan los científicos; como la medicina carece actualmente de medios para reparar las roturas de la médula y las lesiones cerebrales, pronostican que, en un futuro, las neuroprótesis -o interfaces cerebro-máquina- constituirán la opción más viable para que los afectados recuperen el movimiento.

Miguel Nicolelis y John Chapin diseñaron ingeniosos experimentos con ratas y monos cuyo cerebro se hallaba conectado con hilos eléctricos a un ordenador; y, aunque cueste creerlo, les enseñaron a dominar brazos robotizados con la imaginación. ¡Ni más ni menos! Cuando los animales imaginaban que manipulaban una palanca con una de sus patas recibían un premio. En el año 2000, Belle, una monita nocturna, accionó por primera vez, un brazo robótico articulado a mil kilómetros de distancia mediante el pensamiento. Precisemos: esta proeza resultó posible merced a unos hilos que se implantaron en la corteza motora del animal, y a unos algoritmos capaces de traducir la actividad eléctrica de las neuronas cerebrales en órdenes que controlaban los dispositivos mecánicos. Si el cerebro de un ser vivo –escribieron los autores- puede manipular con precisión brazos robóticos, a pesar de los fallos informáticos, del ruido eléctrico de fondo del laboratorio o de los errores en la transmisión, cabe la posibilidad de que, algún día, una persona controle auténticas extremidades humanas de una forma útil.

Ensayar interfaces cerebro-máquina en seres humanos todavía pertenece al futuro, pero imaginen las ventajas: los mancos y cojos podrían gobernar con la mente una prótesis robótica o los paralíticos recobrar el uso de sus miembros. Necesitarían únicamente contar con la corteza cerebral motora intacta; porque los investigadores ya han demostrado que el cerebro integra realmente el brazo robótico en sus representaciones mentales del cuerpo: el cerebro representa el dispositivo artificial como si fuera una parte más de su cuerpo. El escritor, al saberlo, se ha quedado pasmado.

sábado, 5 de febrero de 2011

Médicos, meteorólogos y gasolineras

     Estamos tan habituados a tratar con la presión que apenas nos detenemos a pensar que aparece en los fenómenos más dispares. Los meteorólogos miden la presión de la atmósfera porque saben que sus variaciones se asocian con el buen y mal tiempo: mil trece hectopascales (habitualmente llamados milibares) indican una presión normal; en casos extremos, el valor puede bajar, a ochocientos setenta como sucedió en el tifón Tip (océano Pacífico), en el 1979, o subir: mil noventa y dos se midieron en Tosontsengel (Mongolia), en el 2004. Y aclaramos que la presión atmosférica en un lugar no es más que el peso de una columna de aire, de área unidad, que se extiende hasta el límite de la atmósfera; precisado esto supongo que el lector sagaz ya habrá adivinado que la presión atmosférica disminuye cuando aumenta su altitud.

     Si el gas que nos importa, en vez de estar libre, se halla en un recipiente, también nos interesa su presión; la medimos en las gasolineras, cuando hinchamos con aire las llantas del automóvil; en tal caso un valor habitual alcanza los doscientos kilopascales. Al lector aficionado a la estadística le diré que la presión de un gas también puede calcularse –no medirse- multiplicando por dos tercios la densidad de la energía cinética media de sus moléculas. Espero que el mismo lector se sorprenda si le aseguro que no sólo un gas ejerce una presión, sino también la luz; y de la misma manera que los veleros en la Tierra se mueven por efecto del empuje del aire, se están diseñando vehículos espaciales para que, en un futuro no muy lejano, puedan moverse en el espacio por la presión del viento y de la luz solares (o de un láser si somos algo fantasiosos).

     También nos interesa la presión cuando nos revisa el médico, pero no de un gas, sino de un líquido; porque la presión sanguínea, el empuje que ejerce la sangre sobre las venas y arterias, ayuda al diagnóstico. La presión arterial consta de dos componentes, la presión sistólica y la diastólica (que se escriben con dos números separados por una barra); la primera (el número mayor) se mide durante un latido; la segunda (el número menor) entre dos latidos. Ilustramos al erudito lector: los valores comprendidos entre 90/60 y 120/80, medidos en unidades de milímetros de mercurio, resultan normales; cifras inferiores indican presión arterial baja y superiores indican prehipertensión o hipertensión. Deseamos que el aprensivo lector no se encuentre en esta última circunstancia.