sábado, 30 de octubre de 2010

El poder de los experimentos


Los físicos saben que su ciencia se basa en los experimentos. ¿Cuál es el más hermoso? Robert P. Crease se lo preguntó a los lectores de la revista Physics World, y The New York Times (24-9-2002) publicó los resultados. Los diez más valorados constituyen monumentos imperecederos al ingenio de sus diseñadores; pero mi preferencia se decanta por cinco de ellos, los que rebaten una idea preconcebida.

Aristóteles, el mayor sabio de la antigüedad, había asegurado que cuanto más pesado fuese un objeto más rápido caería. Galileo, en el  siglo XVI, dudó de esa creencia que se había mantenido durante dos mil años. Dejó caer, desde la torre de Pisa, dos objetos de diferente peso, y comprobó que llegaban al mismo tiempo al suelo. La observación, y no la autoridad, era el árbitro del conocimiento: la ciencia moderna comenzaba su andadura.

Aristóteles aseguraba también que la luz blanca era perfecta y los colores imperfecciones. Newton hizo que la luz solar pasase por un prisma transparente y advirtió que se descomponía en colores: los colores, y no la luz blanca, eran fundamentales; de nuevo la observación derrotaba a la autoridad en cuestiones científicas.

 Aristóteles, otra vez, afirmaba que el espacio recorrido por los cuerpos que caen era proporcional al tiempo que dura su caída. Galileo demostró el error; midió distancias y tiempos de bolas que caían por planos inclinados: el espacio era doblemente proporcional al tiempo.

Newton argumentó que la luz estaba formada por partículas; Young, en 1801, demostró que el -para algunos- mejor físico de la historia, también se equivocaba. Enfocó luz hacia dos rendijas paralelas y observó en la sombra, no dos franjas claras, sino un conjunto de franjas claras y oscuras: la luz mostraba la conducta de una onda.

Demócrito, en el primer milenio antes de Cristo, mencionó por primera vez a los átomos, que imaginaba como diminutas esferas macizas; así se incorporó la idea a la ciencia, hasta que Rutherford, en el 1911, lanzó unas partículas minúsculas contra una lámina metálica y observó que la mayor parte la atravesaba, pero unas pocas rebotaban: el átomo era una estructura vacía que contenía un diminuto núcleo en su interior.

Me gustan estos cinco experimentos porque muestran, de una manera irrebatible, que ni la autoridad, ni el prestigio, ni la tradición importan cuando se trata de valorar los conocimientos científicos: la experiencia es la madre de la ciencia. Así lo asegura un proverbio popular, ¡y bien dicho está!

sábado, 23 de octubre de 2010

Perros rastreadores de cánceres

     El lector profano probablemente ignore que la piel libera compuestos orgánicos volátiles. Sí conocían el fenómeno los expertos estadounidenses que tomaron muestras del gas emitido por células cancerosas de la piel, y después repitieron el proceso con células sanas; necesitaron usar una tecnología avanzada de análisis, pero hallaron diferencias en la composición química de ambos gases. El estudio, realizado con once personas con epitelioma y con once personas sanas, reveló que los enfermos presentaban concentraciones distintas de algunas sustancias químicas. Según Michelle Gallagher el descubrimiento ofrece la posibilidad de realizar pruebas de detección más baratas e indoloras, y permitirá detectar a tiempo el cáncer de piel.

    Una vez que se demostró que pueden diseñarse aparatos detectores de aromas para diagnosticar cáncer, ¿por qué no emplear animales? Después de todo, no debería existir gran diferencia entre un buen olfato canino y un artefacto detector de olores. Durante siglos, los expertos han estudiado si los perros pueden descubrir cánceres humanos; no se trata de una pretensión disparatada; porque si las células cancerosas emiten un olor que las células sanas no exhalan, los perros podrían detectarlo en la respiración o en una muestra de orina. Y eso hace un perro japonés entrenado por Yuji Satoh: posee la capacidad de detectar carcinomas humanos; no sólo él, unos investigadores norteamericanos publicaron, en la Revista Integrative Cancer Therapies, que habían adiestrado a cinco perros para que detectasen el cáncer de pulmón y de mama oliendo el aliento de los enfermos; y la importancia del descubrimiento, radica en que detectan la enfermedad en sus inicios. Escéptico lector, no te olvides que los perros no huelen el cáncer, pero sí los componentes que generan las células cancerosas de los individuos aquejados de la enfermedad, que no están presentes en el aliento de individuos sanos. Los canes adiestrados para detectar el cáncer, como si se tratara de una bomba o de narcóticos, sólo erraron en diez de las quinientas sesenta y cuatro identificaciones practicadas con alientos de enfermos de cáncer de pulmón; y se equivocaron en cuatro de las setecientas ocho veces que les dieron a oler muestras de pacientes sanos: una fiabilidad del noventa por ciento.

     Pastoreo, defensa, caza, compañía, detectores de drogas, acompañantes de ciegos y detectores de cánceres, la utilidad de los perros no deja de asombrarme. Querido lector, si alguna vez sentiste la tentación de abandonar un can, ¡piénsalo dos veces antes de hacerlo!

sábado, 16 de octubre de 2010

Gödel, un matemático genial

Un erudito comentó una vez, de una manera más o menos jocosa, que una tercera parte de los esfuerzos de los físicos se invierten en elaborar teorías, otra tercera parte en confirmarlas y el tercio restante en tratar de derruirlas. Si la historia de la física consiste en un continuo proponer modelos para después desecharlos, entonces -añado yo- no es más que una perpetua historia de desengaños. Por otro lado, si los científicos consideran sus conocimientos como meros modelos explicativos de la naturaleza, renuncian a saber lo que sucede en la realidad; cuanto más eficaz resulte el modelo para hacer predicciones, más lo valoramos, aunque no sabemos si realmente los hechos suceden como son representados; el modelo funciona, al menos hasta que se encuentre otro mejor, pero es innecesario creerlo ajustado a la realidad. Tal metodología genera una actitud relativista, cuando no decididamente escéptica, entre los estudiantes y profanos.

Las elucubraciones anteriores me condujeron a indagar siquiera someramente sobre unos trabajos que revolucionaron las matemáticas en la primera mitad del siglo XX. Kurt Gödel, un genio alemán, buen amigo de Einstein y uno de los mejores lógicos de la historia, demostró dos teoremas cuyos enunciados, simplificando un poco, dicen lo siguiente: el primero: en cualquier formalización matemática (para que no proteste el experto lector debo añadir que no contenga contradicciones y sea capaz de contener a los números naturales) se puede hacer una afirmación que ni se puede demostrar ni refutar; y el segundo: un sistema lógico (que reúna las mismas condiciones anteriores) no puede demostrarse que lo sea sin salirse de él. Resumiendo, las matemáticas son un gigante cuyos pies -quiero decir, fundamentos- ni siquiera están hechos de barro, sencillamente, no existen. Y esta pesimista conclusión me sugiere una pregunta: ¿podremos resolver, ahora o en el futuro, todos los problemas físicos? Si el universo fuese equivalente a un espacio matemático ideal, los teoremas de Gödel aseguran que siempre habría cuestiones cósmicas irresolubles. ¿Qué opinaba su autor? El genial matemático creía (así se lo comentó a Marvin Minsky) que los seres humanos tenemos un modo intuitivo de llegar a la verdad, además de la manera computacional, y que, por lo tanto, sus teoremas no limitan lo que podemos saber como cierto. ¡Menos mal! Confío en que el perplejo lector, como yo, respire aliviado.

sábado, 9 de octubre de 2010

Pulpos inteligentes


El lector erudito habrá leído libros en los que la fauna se divide en vertebrados e invertebrados; peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos pertenecen al primer grupo y los demás animales al segundo. La clasificación resultaría satisfactoria si no supiésemos que el número de especies del grupo afín a nosotros apenas llega a las cincuenta mil y el del otro sobrepasa los dos millones; en fin, que nuestras ordenaciones pecan de excesivamente parciales a favor de nuestros semejantes. Pero no es mi objetivo comentar nuestras filias o fobias zoológicas, sino otro asunto. El lector instruido conoce vertebrados más o menos inteligentes: los monos y delfines serán los más aludidos, tal vez alguno mencione a los cuervos, quizá otro recuerde a su perro. Bien, ¿pero qué sucede con inteligencia de la mayoría de los animales? ¿Cuál es el invertebrado más inteligente?

Los científicos ya pueden contestar la pregunta: el invertebrado más inteligente es… el pulpo. La capacidad para aprender de la experiencia y resolver problemas nos proporciona una medida de la inteligencia animal; eso hacen los pulpos: aprenden observando; sortean obstáculos, memorizan patrones, destapan una botella para comer el crustáceo que está dentro, desenroscan las tapas de tarros de comida, y salen de laberintos creados por humanos; en el Acuario de Vancouver había uno que, todas las tardes, se metía por el desagüe para comer los peces del estanque contiguo. Todavía me queda por señalar las increíbles habilidades del pulpo imitador: flexionando cuerpo y patas, y variando su color, imita la apariencia y movimientos de más de una decena de especies diferentes, entre las que cito la serpiente marina, el pez león, el pez plano, la estrella de mar, el cangrejo gigante, la concha marina, la raya, la platija, la medusa, la anémona y el camarón mantis. Y su anatomía refleja sus habilidades: el pulpo es el invertebrado que presenta mayor desarrollo del cerebro y de los ojos; su lóbulo óptico, que interpreta la información visual, y su magnífico sentido del tacto le permiten tomar decisiones muy inteligentes.

Ignoro si por solidaridad, pero es cierto que los humanos solemos atribuir los mayores niveles de inteligencia a los primates: sin embargo, las pruebas muestran que los pulpos no lo son menos. Y con un mérito añadido, mientras que en los vertebrados una generación recibe conocimientos de sus ascendientes, los pulpos adquieren sus habilidades por sí mismos, porque sus progenitores han muerto.

sábado, 2 de octubre de 2010

Fin de la energía barata

    La energía es, al mismo tiempo, la solución y el problema para el desarrollo sostenible de nuestro mundo. Dos mil quinientos millones de personas carecen de acceso a los servicios modernos de energía; suelen ser pobres, viven en zonas rurales, y queman leña para la calefacción, iluminación y cocina: su demanda de leña provoca deforestación. No cuidan mejor el ambiente los ricos: sus servicios de energía, predominantemente alimentados por combustibles fósiles, emiten gases de efecto invernadero que contribuyen al cambio climático.

     En el año 2000, el porcentaje de la demanda mundial de energía primaria se distribuyó como sigue: los combustibles fósiles proporcionaron el ochenta y siete por ciento (carbón veinticinco, petróleo treinta y nueve, gas veintitrés), la nuclear el siete y las renovables (hidroeléctrica, solar, eólica) el cinco. En el 2030 se estima que la demanda habrá crecido un cuarenta por ciento: aumentará mucho la proporcionada por los combustibles fósiles (aunque su porcentaje sólo suba dos puntos), aumentará poco la energía nuclear (aunque su porcentaje disminuya dos puntos), y se duplicará la producción de energías renovables (aunque su porcentaje sólo aumente un punto). De estos datos deducimos tres conclusiones: el consumo de energía aumentará, los combustibles fósiles presentan una primacía absoluta, y el uso de las energías alternativas es casi testimonial; hallamos dos consecuencias: el cambio climático tiene un origen humano y el sistema energético se encuentra económicamente centralizado (o sea, lo está el capital necesario para buscar, extraer, transportar, refinar y distribuir los combustibles fósiles); y nos hacemos dos preguntas: ¿cuánto tiempo durarán las actuales materias primas energéticas? y ¿cuáles son los límites de su consumo?

     La época de fuentes de energía baratas está finalizando, sino ha acabado ya. Pero a nuestra civilización no se le agotan ni los recursos energéticos ni las opciones técnicas, aunque nos estemos quedando: sin el petróleo barato que impulsó gran parte del crecimiento de la sociedad industrial moderna; sin la capacidad ambiental para absorber los impactos ambientales de la combustión de combustibles fósiles; sin la aceptación pública de los riesgos de la fisión nuclear; sin dinero para desarrollar vías alternativas a largo plazo; sin astucia para aprovechar mejor la energía; y sin consenso para conformar otra estrategia mundial. Estas limitaciones sugieren que nuestra civilización ha entrado en una transición que cambiará la naturaleza de la interacción entre la energía y la sociedad: de una conexión directa y positiva entre energía y bienestar pasaremos a una complicada, con contaminación y riesgos.