El ilustrado
lector sabe que, desde la taiga a la selva tropical, pasando por los bosques y
praderas de la zona templada, el verde domina el paisaje de nuestro planeta; se
debe a que las plantas terrestres –también las algas y algunas bacterias- contienen
un pigmento, la clorofila, que refleja ese color. Para no despreciar la energía
que contiene la luz solar, los carotenoides acompañan a la clorofila y ayudan a
las plantas a absorber la luz reflejada; no para ahí la función de estos
pigmentos, además, protegen a las células de la siempre temida oxidación. Las
cantidades relativas de clorofila –verde- y carotenoides -amarillos, naranjas y
rojos- varían de una especie a otra, y son responsables de los múltiples
colores del reino vegetal. El beta caroteno, el carotenoide más abundante en la
naturaleza, proporciona el rojo clamoroso de los tomates o el naranja chillón de
las zanahorias; melancólicos, esperamos a la llegada del otoño, cuando las
verdes clorofilas se han destruido, para ver cómo las xantofilas (otra clase de
carotenoides), más resistentes, dan los tonos amarillentos y pardos a las
hojas.
Quien sepa
que la clorofila no presenta una utilidad inmediata para los humanos quizá esté
tentado de añadir que los carotenoides también son inútiles para la vida
animal. Yerra quien tal conclusión deduzca. Los carotenoides, como buenos
antioxidantes, protegen a quien los ingiera de la oxidación que destruye sus
biomoléculas. Además, el beta caroteno resulta esencial para nosotros porque en
nuestro intestino se transforma en vitamina A; vitamina que se almacena primero
en el hígado y a continuación en el tejido graso: por eso, un color ligeramente
amarillo anaranjado en las manos delata a quien come muchas zanahorias. Esta
versátil sustancia aún cumple otra función en el organismo. ¡Sorpréndase el
lector ingenuo! La vitamina A es la molécula que capta la luz que llega a
nuestros ojos; sin su concurso estaríamos ciegos, ¡ni más ni menos!, pues ella
convierte la luz en la señal química que enciende el impulso eléctrico que
llega al cerebro.
El lector
curioso podrá identificar también estos hermosos pigmentos en el reino animal: en
las tonalidades rojas de la sabrosa carne del salmón o en las conchas de las
exquisitas langostas, también en las yemas de los huevos, incluso en aquella
bandada de flamencos rosas que ha visto surcar el cielo africano.