¿Le
gustan los viajes al lector inquieto? Bosques templados de robles, hayas y
abedules, taiga siberiana de abetos y pinos, herbazales en las praderas
americanas, en las estepas asiáticas y en las sabanas africanas, lujuriosas
selvas tropicales, húmedos manglares. Aseguramos, sin temor a equivocarnos, que
gran parte de los paisajes terrestres son verdes. ¿Por qué ese color? Hace
tiempo que los científicos saben contestar a esa inusual pregunta: porque todas
las células del reino vegetal contienen un pigmento verde. La tarea de la
clorofila -que así se llama tal pigmento- consiste en absorber la luz solar.
Pero no toman toda: exquisitos, los vegetales desprecian, quiero decir,
reflejan la luz verde y absorben el resto de los colores. ¿Para qué las plantas
toman luz?, se preguntará algún curioso lector. Para convertir la energía de la
luz en la energía química que necesitan para vivir, ni más ni menos; cuando la
clorofila absorbe las partículas de luz aumenta su energía, que inmediatamente
cede a otra molécula: ese es el proceso. La clorofila transfiere la energía
recién adquirida a moléculas especiales en las que se almacena; y las plantas
usan esa energía para sintetizar nuevas moléculas, entre ellas sus proteínas,
azúcares y grasas. No debemos olvidarlo, los animales nos alimentamos de otros
animales o de plantas, pero éstas, para vivir, sólo necesitan de la radiación
del astro rey; debido él, las frutas acumulan azúcares, las féculas almacenan
almidón, las semillas contienen proteínas y los frutos secos acaparan grasas.
No acaban aquí las bondades de las plantas; además, de regalo, las fábricas
vegetales dejan como residuo el oxígeno que usamos para respirar. El oxígeno,
que vuelve única la atmósfera terrestre entre todos los astros del sistema
solar, es un subproducto de la presencia de plantas y bacterias en nuestro
planeta. ¡Increíble! Y no era indispensable que lo hicieran pues durante
cientos de millones de años los primitivos organismos terrestres no sólo
pudieron vivir sin él, sino que era un tóxico que impedía su supervivencia. No
para aquí la sorpresa. Maravillémonos, resulta que los animales somos parásitos
de las plantas: si ellas no trabajasen y se detuviese la fabricación de biomoléculas
esenciales, cuando los animales acabáramos de devorarnos unos a otros, los supervivientes
tendríamos que ayunar. ¡Y pensar que hay humanos que tienen antipatía a las
hierbas y a los árboles!
sábado, 27 de febrero de 2010
sábado, 20 de febrero de 2010
Quema el Sol, el aire abrasa: nacimiento del sistema solar
Loable labor la de
los astrónomos que buscan en el cielo las huellas de nuestro tortuoso pasado.
No tenemos alternativa, nadie puede ser testigo de su propio nacimiento, pero
sí puede serlo de la aparición de los demás. Y eso hacemos, cuando tratamos de
ver en el firmamento otros partos estelares.
En la Vía Láctea hay
una población numerosa de estrellas que tiene algo más de cuatro mil quinientos
millones de años, la edad del Sol. ¿Qué acontecimiento provocó la formación
sincronizada de todas ellas? Olvidemos las otras estrellas y vayamos a la
nuestra. En cierto sentido, el nacimiento del Sol fue un suceso único, pues es
más probable que las estrellas nazcan por parejas o tríos. Afortunadamente ya
sabemos la causa de su formación: la muerte de una estrella, una gigantesca
explosión supernova, proporcionó el impulso que causó el nacimiento de la
nuestra. Concretamente, la onda expansiva procedente de una supernova cercana
comprimió la nebulosa solar, que inició el proceso que la convertiría en
estrella; tenemos datos para afirmarlo: los restos de la supernova contaminaron
la nebulosa original con átomos que todavía encontramos en los meteoritos
primitivos.
El centro de lo que
había sido una gigantesca nube interestelar, donde la densidad era máxima, se
convirtió en la estrella recién nacida. En los cercanías, a altas temperaturas,
sólo pudieron estabilizarse las rocas y los metales que, pegados entre sí,
generaron los cuatro planetas rocosos, la Tierra, Marte, Venus y Mercurio; más
lejos, los gases forjaron los gigantes Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno; y en
los arrabales, el resto de la nube solar constituyó un enorme cementerio helado
de cientos de miles de millones de cometas.
Después de cuatro mil
quinientos setenta millones de años casi todo parece tranquilo en esta zona de
la galaxia; pero los planetas terrestres todavía conservan las cicatrices de su
revuelta juventud. La Luna, Mercurio o Marte presentan heridas de guerra: los
cráteres que se ven en ellos fueron producidos por un bombardeo primitivo…
porque no había donde esconderse. La Tierra y Venus también debieron tenerlos,
pero ya han cicatrizado pues su continua actividad geológica interna los ha
cubierto. En el próximo futuro, cuando regresemos a la Luna o naveguemos a Marte
observaremos sucesos del pasado de nuestro sistema solar: será también un hermoso
viaje en el tiempo. ¡Quién lo iba a decir!
sábado, 13 de febrero de 2010
Transformaciones del nitrógeno
Probablemente
el profano que pretenda leer “La tabla periódica” -Primo Levi es su autor-
pronosticará que se trata de un texto de química, y se equivocará en su
apreciación porque el libro no trata de ciencia, sino del trabajo de un
químico, un noble oficio -como el del alfarero, el cocinero y el herrero-, cuyo
fin consiste en manipular y transformar la materia.
Cualquier
artesano que trabaje con amor descubre, en la ejecución de su arte, que la
materia no es noble ni vil, sino que presenta infinitas posibilidades de
transformación, no importa en absoluto cual sea su más reciente origen. Y ese
descubrimiento no sólo lo vuelve más diestro en su profesión, sino también lo
hace más sabio y lo acerca a la comprensión de la naturaleza humana. El oficio
de químico, en concreto, nos enseña a ignorar ciertas repugnancias; la materia
que hoy es estiércol mañana formará parte de una rosa, ayer constituía una
manzana, un día de estos quizá forme parte de ti, de tu mano o de tu cerebro, reflexivo
lector. Voy a fijarme en un átomo, uno de nitrógeno, por ejemplo. El nitrógeno
(que el industrioso lector también hallará en los fertilizantes y en los
explosivos) pasa del aire a formar parte de las plantas, de éstas a constituir
el cuerpo de los animales, de ellos a nosotros; quienes lo eliminamos cuando
finaliza la función que desempeña en nuestro organismo. Los mamíferos, o sea
nosotros, que no tenemos problemas de abastecimiento de agua hemos aprendido a
embalarlo en la molécula de urea, que es soluble en agua y como urea nos
libramos de él en la orina. Otros animales, y ahí están las gallinas o las
serpientes para confirmarlo, para los que el agua es preciosa -o lo era para
sus progenitores ancestrales-, han puesto en práctica la ingeniosa invención de
empaquetar su nitrógeno como ácido úrico, insoluble en agua, y de eliminarlo en
estado sólido sin necesidad de recurrir al agua como vehículo. En cualquier
caso, antes de retornar a la atmósfera, aun podemos encontrar este ubicuo átomo
en las bacterias y hongos que descomponen los residuos del suelo. Pero ¡ojo! a
lo largo de todas las transformaciones, unas veces en un hermoso cisne y otras
en un feo gusano, sigue siendo el mismo aséptico e inocente nitrógeno.
sábado, 6 de febrero de 2010
Convección: inesperada consecuencia de trajinar en la cocina
Bregaba
afanoso en la cocina cuando, atónito, reparé en que, al abrir la puerta del
congelador, una nube se deslizaba hacia abajo. ¿Qué había ocurrido? El aire
frío del congelador, que tiene una densidad mayor que el aire templado de la
cocina, cae, se condensa el agua que lleva y se forma la nube. Eso es todo.
Después recordé que alguna vez, en casa ajena, se me había apagado la cerilla
con la que intentaba encender un horno de butano. ¿Qué sucedía ahora? El aire
caliente del horno, menos denso que el aire templado de la habitación, sale del
horno, asciende y apaga la cerilla. La explicación en ambos casos es semejante,
se trata de convecciones: de movimientos del aire producidos por diferencias de
temperatura; y tienen una importancia extraordinaria porque aparecen en
cualquier fluido.
Los
vientos alisios que conducen los veleros a América y los monzones que
condicionan el clima de la India e Indochina se deben a la convección. La
convección también interviene en la circulación oceánica: el agua caliente del
trópico se desplaza hacia los polos por la superficie, y de los polos procede
el agua fría que se traslada por las profundidades. Incluso en la parte sólida
de la Tierra, en el manto, aparecen movimientos de convección: corrientes de
rocas calientes, que se comportan como un fluido, ascienden hacia un punto de
la superficie porque están más calientes que su entorno, se dispersan
horizontalmente y se enfrían; cuando están suficientemente frías descienden hasta
el núcleo donde se vuelven a dispersar horizontalmente, se calientan de nuevo y
ascienden. La convección en el manto es el motor de la actividad geológica en
la superficie terrestre: mueve los continentes, produce los seísmos, los
volcanes y forma las montañas. Si nos hundimos ahora más profundamente en el
interior del planeta acabamos hallando un núcleo externo líquido que, como no
podía ser de otra manera, también presenta convección. El magnetismo terrestre
es la secuela de tales movimientos. Abandonamos ahora nuestro planeta para
dirigirnos al Sol: los movimientos de convección producidos en su seno alteran
su campo magnético. ¡Y el fenómeno nos afecta! Las tormentas magnéticas
terrestres, que producen las bellísimas auroras polares, constituyen su inesperado
corolario.
Casi
resulta milagroso que el mismo fenómeno que observo en mi cocina se reproduzca
en la atmósfera, en los océanos, en el interior del planeta o en las estrellas.
Nunca dejará de maravillarme lo hermosa que es la naturaleza.
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