sábado, 30 de enero de 2010

Carlos Finlay, el médico que no consiguió el Nobel


Hace más de un cuarto de siglo la revista El Correo, de la Unesco, nombraba a los seis microbiólogos más destacados de la historia. Señalemos, siquiera brevemente, los méritos de cada uno. Leeuwenhoek inventó el microscopio, que reveló un nuevo mundo a los humanos; Pasteur identificó a los microbios como los temibles agentes productores de enfermedades; Koch, además de señalar al asesino silencioso que mataba a los tuberculosos, elaboró los fundamentos de la microbiología como ciencia; Flemming descubrió la penicilina, inmejorable verdugo de bacterias, no necesita más alabanzas; Mechnikov se empeñó en asegurar que nuestro organismo contenía células que se alimentaban de microbios: sin saberlo, había inventado la inmunología. Me resulta singularmente simpático el sexto microbiólogo, Finlay, compatriota cuando Cuba era territorio español.

Durante mucho tiempo Carlos Finlay se dedicó a observar  los hábitos y conducta de los mosquitos –inusitada afición-: unos, los introducía en tubos de ensayos para espiarlos en cautiverio; otros, los dejaba que se movieran libremente en un cuarto. Estudió más de seiscientas especies antes de concluir que la hembra del mosquito Aedes aegypti era el agente trasmisor de la fiebre amarilla. En 1881, el médico cubano propuso, ante la Conferencia Sanitaria Internacional, que un agente intermediario transmitía la fiebre amarilla, una grave enfermedad que nadie sabía cómo se propagaba. ¿Un agente intermediario? ¿Es eso posible? ¿Qué agente? ¿Por qué? Nadie lo creyó. Comprobó su hipótesis experimentando con voluntarios; sin embargo, durante veinte años sus postulados fueron ignorados. Predominó el escepticismo hasta que, terminada la Guerra Hispano-Cubana, una comisión médica norteamericana comprobó, en el 1900, que la teoría de Finlay era cierta. Afortunadamente, a partir de ese año se adoptó el plan del médico cubano para erradicar la enfermedad: "las larvas de los mosquitos pueden ser destruidas en los pantanos, pequeñas acumulaciones de aguas, en los excusados y donde quiera que se encuentren aguas estancadas". Las autoridades sanitarias, por fin, habían declarado la guerra a los mosquitos. ¿Consecuencia? En el 1905 la fiebre amarilla quedó erradicada de la Habana, en el 1909 de toda Cuba, y hasta el propio canal de Panamá pudo acabarse sin muchos muertos.

Siete veces eminentes científicos propusieron a Carlos Finlay como candidato al Nobel: no se lo otorgaron. La postura de los norteamericanos a favor de Walter Reed (que si bien había verificado la teoría de Carlos Finlay, pretendió adjudicarse el descubrimiento) frustró las ansias de quienes valoraban el enorme talento del cubano.

sábado, 23 de enero de 2010

Perdidos en la inmensidad del tiempo


¿Podemos comprender el tiempo geológico? Cuando los humanos nos enfrentamos a acontecimientos ocurridos hace millones, o miles de millones de años, somos incapaces de aprehender tales dimensiones, los  números grandes sobrepasan nuestra imaginación. Para entenderlos y obtener edades más familiares recurriré a un símil: convertiré cada cien millones de años en un año; de esta manera, la Tierra, el Sol y los demás planetas del sistema solar tendrían cuarenta y cinco años de edad; el Universo, con ciento treinta y siete años, sería algo más viejo.
La Tierra era muy joven -tenía siete años aproximadamente- cuando apareció la vida y las primeras bacterias hollaron el planeta. Vivían aisladas, algunas formaban colonias, en todo caso cada una miraba exclusivamente para sí. Al principio dos o tres bacterias -quizá alguna más- aprendieron a convivir juntas para formar una única célula más compleja que llamamos eucariota. Aprender a colaborar, formar colectividades más o menos grandes resultó una tarea ardua y complicada para los primeros seres vivos unicelulares: más de veinte años tardaron las células terrestres en lograrlo; fue así como aparecieron los seres constituidos con muchas células (que los humanos hemos clasificado como vegetales, hongos y animales). La evolución y la selección natural continuó, cada nueva generación incorporaba pequeñas modificaciones que, si contribuían a supervivencia del individuo, a la larga formaban nuevas especies. Nuestro planeta apenas contaba con treinta y nueve años cuando aparecen los primeros animales, algo más de un año después los peces surcan los océanos; cumplidos los cuarenta y tres años de edad, los dinosaurios y los mamíferos primitivos corren, nadan y vuelan en los distintos hábitats.
Después de celebrar el último aniversario de la Tierra quedan cuatro meses para llegar al presente: los acontecimientos se aceleran. Recién acabada la celebración la caída de un meteorito provoca la extinción de los dinosaurios. Los primeros homínidos, todavía simios, pero ya con alguna característica humana, pisan nuestro planeta cuando faltan veintiún días para alcanzar el presente. Estamos a punto de llegar, faltan apenas unas horas –concretamente diecisiete- cuando asoma nuestra especie, el Homo sapiens. La historia de la civilización, los últimos cinco mil apasionantes años de la humanidad, caben en la última media hora. Tu vida amigo lector, tus escasos cien años de duración, apenas unos pocos segundos según esta cronología, es un soplo en la inmensidad del tiempo.

sábado, 16 de enero de 2010

Destrucción de la costa mediterránea


La ciencia nos muestra que todos los seres vivos son hermosos: nos maravilla la estructura de éstos, nos asombra el funcionamiento de ésos, amamos la conducta de aquéllos, a menudo admiramos los tres aspectos a la vez: diminutas y versátiles bacterias, gigantescas ballenas cantoras o majestuosos robles centenarios; en cualquier caso, todas las formas de vida tienen derecho a no ser exterminadas; y para ello debemos respetar sus hábitats. Los bosques tropicales albergan más de la mitad de las especies vivas; el resto prospera en los desiertos y en las altas montañas, en las chimeneas volcánicas submarinas y en las bahías someras de la Antártida. La conservación de los ecosistemas no impide que los humanos satisfagamos nuestras necesidades materiales; atenderlas sin que se deteriore el medioambiente puede lograrse mediante un desarrollo económico sostenible. Sin embargo, y a pesar de la capacidad de la adaptación de los seres vivos, la Amazonia, una de las siete maravillas naturales del mundo, se destruye, los bosques africanos se deterioran, los manglares indochinos desaparecen. No necesitamos viajar a exóticos lugares para contemplar la destrucción irreparable de ecosistemas por el egoísmo de algunos humanos y la pasividad de la mayoría, aquí, ahora, en España está sucediendo, lo estamos permitiendo. Leamos este párrafo: ”las islas y las zonas costeras mediterráneas de España han sufrido una destrucción masiva en la última década, ya que el cemento y el hormigón han saturado esas regiones de tal forma que han afectado no sólo al frágil medio ambiente costero, la mayor parte del cual está nominalmente protegido en virtud de la Directiva sobre hábitats / Natura 2000 y aves, como ha ocurrido en casos de urbanizaciones en el Cabo de Gata y Murcia, sino también a la actividad social y cultural de muchas zonas, lo que constituye una pérdida trágica e irreparable de su identidad y legado culturales, así como de su integridad medioambiental, y todo ello principalmente por la avaricia y la conducta especulativa de algunas autoridades locales y miembros del sector de la construcción que han conseguido sacar beneficios masivos de estas actividades”. Amigo lector ¿crees que se trata del discurso de un miembro de una organización ecologista? Yerras, se trata del Informe Auken, que aprobó el Parlamento Europeo en el año 2009. Si conocemos el estropicio, ¿por qué no actuamos?

sábado, 9 de enero de 2010

Reconexiones magnéticas, inéditas explosiones


Si preguntase a los eruditos lectores el nombre de explosivos, estoy seguro que las contestaciones serían variadas. Habrá quien se fije en la pólvora, los chinos la inventaron y los europeos le encontramos utilidad: con ella nos matarnos a conciencia durante varios siglos. Otro se fijará en la dinamita, Alfred Nobel hizo fortuna con su invención. Aquél aludirá el TNT o a la nitroglicerina. Incluso habrá alguno que mencione a las mezclas empleadas en minas y demoliciones, los sofisticados nafos. Ya en el colmo de la barbarie, y recordando la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, alguien aludirá a los explosivos nucleares. Estoy seguro que a ninguno se le ocurriría que el magnetismo, concretamente la reconexión magnética, sea, probablemente, la forma que el universo prefiere para estallar las cosas.
La reconexión magnética actúa en cualquier región del cosmos en la que se hallen presentes campos magnéticos, lo cual equivale a asegurar que está casi en todas partes. En el Sol, la reconexión magnética provoca las fulguraciones solares, tan poderosas como mil millones de bombas atómicas y las eyecciones de masa coronal, más potentes todavía, causantes de las tormentas solares que, si alcanzan la Tierra, pueden dejar sin luz a las grandes urbes. En la atmósfera terrestre la reconexión magnética alimenta a las tormentas magnéticas que se manifiestan en las hermosas auroras polares. Incluso los ingenieros, que se afanan en encontrar fuentes de energía barata para satisfacer las necesidades crecientes de la civilización, la han encontrado en su trabajo: la fusión nuclear ha producido resultados esperanzadores en unos dispositivos llamados tokamaks; sin embargo, han surgido inconvenientes: las reconexiones magnéticas provocan que algo del plasma combustible escape de la cámara de reacción.
¿En qué consiste tan ubicuo fenómeno? Las líneas de fuerza del campo magnético de una zona rompen las conexiones con sus fuentes, se empalman de nuevo entre sí y ¡bang!: la energía magnética se libera como energía cinética de las partículas. Pero, la pregunta crucial no se ha respondido, ¿cómo el simple acto de entrecruzar líneas magnéticas dispara una brutal explosión? Los físicos todavía ignoran la respuesta… pero se afanan en encontrarla. La NASA va a enviar sondas espaciales a la magnetosfera terrestre, un maravilloso y gigantesco laboratorio natural, en el que las reconexiones magnéticas se producen continuamente. ¿Hallarán las respuestas? Ilusionados esperamos.

sábado, 2 de enero de 2010

Injustificado miedo a las catástrofes


Cada uno de nosotros probablemente conocerá a personas que, ante un accidente de avión, un terremoto, incluso ante un rayo sientan la llamada del miedo, sin embargo no les altera el ánimo viajar todos los días en automóvil. Desgraciadamente, se equivocan en la percepción del riesgo… como casi todo el mundo.
Los factores subjetivos -y no los datos objetivos- determinan cómo el público percibe el riesgo. En una encuesta efectuada en una ciudad norteamericana, -semejante a otras ciudades del mundo-, la percepción del riesgo por el público no se parece al riesgo real; por muy arraigadas que estén las creencias, nuestros contemporáneos se equivocan: los mayores asesinos no son los terremotos, ni los tsunamis, ni las erupciones volcánicas, ni los huracanes. La suma de víctimas causadas por todos los desastres naturales no suele superar las decenas de miles cada año, concretamente en el año 1998 cincuenta mil, en el 2006 veintiuna mil. El mayor riesgo, el que ocupa el primer lugar de la escala -así lo dictan las estadísticas- es el asociado con los accidentes automovilísticos: en el año 2000, un millón doscientas mil personas murieron en todo el mundo en accidentes de tráfico, y son muchos, demasiados óbitos. La Organización Mundial de la Salud calcula que la cuarta parte de todas las muertes causadas por lesiones se deben a los automóviles.
El error es comprensible, porque los humanos tenemos distorsionada la percepción de la probabilidad de que un riesgo se materialice. Los psicólogos han comprobado que un estímulo se atenúa cuando actúa continuamente, de tal manera que, al cabo de un tiempo, el sujeto deja de percibirlo. Así sucede con los accidentes de tráfico, como son habituales -todos los fines de semana los periódicos nos informan del número de percances mortales- apenas nos fijamos en ellos, en cambio los siniestros aeronáuticos, los terremotos o los huracanes -que se producen raramente- los percibimos con más intensidad, nos impresionan más. Y no importa que aquéllos, desde el punto de vista objetivo, sean riesgos más graves y ocasionen mayor número de víctimas. “Nosotros, el público en general, somos irracionales y mal informados en torno al riesgo. No entendemos ni nos preocupan las estadísticas”. Lo afirman los expertos, la conclusión se ha demostrado y no es otra. Escéptico lector, ¿lo dudas?