sábado, 28 de noviembre de 2009

Supercavitación, ¿un motivo de alegría o de tristeza?


“Los muy sabios son fáciles de engañar, porque aunque saben lo extraordinario, ignoran lo ordinario del vivir, que es más preciso”. Este aforismo, escrito por Baltasar Gracián y publicado en el año 1647, me condujo a reflexionar sobre la responsabilidad social del científico porque, aunque al profano le parezca mentira, la investigación más inocente puede tener una aplicación bélica inesperada. Optimizar el diseño de los buques para mejorar el transporte marítimo de mercancías tiene una utilidad innegable. En ello pensaban los ingenieros cuando se esforzaban por evitar el ruido y las vibraciones que provoca, en algunas circunstancias, el movimiento del agua en las hélices de los navíos. ¿En qué consiste este indeseado fenómeno, que responde al sonoro nombre de cavitación? Los expertos saben que el líquido sufre una descompresión cuando pasa a gran velocidad por una arista afilada (una hélice, concretamente); sucede entonces que regiones localizadas del agua se convierten en vapor, o dicho con otras palabras, que se forman burbujas –cavidades-. Inmediatamente después de producirse, cuando el vapor regresa al estado líquido, las burbujas son aplastadas. La implosión, la fuerza ejercida por el líquido al aplastar la cavidad, genera intensas ondas de presión; ondas que se disipan en la corriente o que chocan con la pared que se encuentre cerca: como es fácilmente comprensible, el material que soporta las colisiones se erosiona y debilita.
Hasta hace poco tiempo los ingenieros navales se afanaban en eliminar la cavitación, pero ya han cambiado de estrategia. ¿Por qué? Han descubierto que si un objeto se mueve a gran velocidad dentro de un líquido, cambia la naturaleza del fenómeno: se produce supercavitación. Sucede entonces que el líquido alrededor del objeto se convierte en gas: una burbuja gaseosa rodea al objeto en movimiento. La fricción con el agua se elimina porque el objeto se desplaza en un gas. ¡Increíble! La magnitud de la velocidad no es la única diferencia entre cavitación y supercavitación: aquélla es un fenómeno negativo para la navegación, ésta ha revolucionado la tecnología del armamento naval. Aunque muchos datos han sido clasificados como secreto militar, he averiguado que un torpedo ruso de supercavitación, el Shkvall, recorre trescientos ochenta metros en un segundo, un poco más de mil trescientos kilómetros por hora ¡debajo del agua! ¿Debemos alegrarnos o llorar?

sábado, 21 de noviembre de 2009

Simpáticas arañas


Las arañas, a menudo confundidas con los insectos, a pesar de que es fácil distinguirlos contando sus ocho patas, están probablemente entre los animales más cosmopolitas y mejor adaptados del planeta. Quien conozca sus costumbres fácilmente simpatizará con ellas: como la mayoría son carnívoras y se alimentan de insectos, otras arañas y pequeños invertebrados, afirmo, sin dudarlo, que nos liberan de muchos seres molestos y perjudiciales. ¿Para qué tanto insecticida –quizá se pregunte algún lector ecologista- si estos animalitos se pueden encargar de mantener baja una población de insectos?

Sin embargo, su relación con nosotros es conflictiva: tienen fama de crueldad, repugnan y se las odia. Y todo porque algunas arañas, no todas, nos pican, y la picadura es dolorosa. ¿Son venenosas las arañas? Por supuesto, con veneno matan a sus presas. ¿Son peligrosas, entonces? Noventa y nueve de cada cien especies, no: las mandíbulas de una araña de jardín o de una araña doméstica son demasiado débiles como para que puedan atravesar la fuerte piel humana. Pero no a todas les podemos extender el certificado de inocencia. Quienes disfrutamos de paseos por el campo es probable que nos hayamos topado, alguna vez, con una viuda negra mediterránea, -prima hermana de su homónima americana-, única especie cuya picadura puede revestir algún peligro; por cierto, se trata de un animal de curiosas costumbres amatorias -y gastronómicas- pues se come al macho después del apareamiento, ni más ni menos. Existe una hermosa leyenda sobre la procedencia del nombre de las tarántulas europeas -que  no deben confundirse con sus homónimas americanas y australianas-: en la Edad Media, los habitantes de Tarento creían que la picadura de las tarántulas causaba la muerte, a menos que el picado sujeto bailase una danza que, como no podía ser de otra manera, acabó llamándose tarantela; sin embargo, tan temible picadura es tan peligrosa… como la de una abeja. ¡No hay que exagerar! También existen arañas que pueden matar al desafortunado humano que tropiece con ellas. Tal vez el curioso lector quiera conocer las tres especies que encabezan la escala de peligrosidad: la extraordinaria toxicidad del veneno de la Armadeira brasileña -sólo seis millonésimas de gramo pueden matar a un ratón-, su naturaleza errante y su alta agresividad la convierten en la más temible; le siguen en tan desagradable escala la Atrax robustus australiana y la viuda negra americana.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Origen de la Tierra


En un principio había una gigantesca y fría nube interestelar. Durante cien millones de años la silenciosa gravedad actuó sobre los granos de polvo y sobre las moléculas y átomos del gas. Lenta y persistentemente la nebulosa se contrajo, los choques entre los componentes elevaron la temperatura: hubo que esperar un millón de años, para que la intensa radiación y los vientos estelares huracanados expelidos por el centro barrieran la nube. Afortunadamente, no todos los residuos fueron expulsados, algunos se habían fundido en enormes cuerpos que, millones de años después, se convirtieron en planetas. También había objetos de hielo y roca –los llamamos cometas-, que pululaban por la periferia y eran atraídos hacia el centro. Las colisiones continuaron: generaron cuerpos cada vez mayores y más residuos, que fueron de nuevo barridos por el viento estelar.

La estrella recién nacida comenzó a brillar: una vez que el viento solar hubo despejado las nubes de gas, numerosas partículas sólidas giraban caóticamente en torno a la estrella. Las colisiones eran frecuentes, y también que los objetos quedasen pegados, soldados por el calor del choque: así crecía su tamaño. El calor generado por los impactos fundía los embriones planetarios, y obligaba a los metales densos a ir al centro, forzaba a las rocas más ligeras a subir a la superficie, e impulsaba a las rocas menos ligeras a quedarse en una zona intermedia. El proceso continuó hasta que, en apenas unas pocas decenas de millones de años, se formaron unos pocos cuerpos de miles de kilómetros de tamaño. ¿Por qué cuatro pequeños planetas rocosos y no más? ¿Quizá porque en el interior del sistema solar sólo hubo espacio para Mercurio, Venus, la Tierra y Marte? Los cazadores de planetas extrasolares han hallado gigantes, como Júpiter, que están más cerca de su estrella que Mercurio. ¿Es ese su lugar final o inicial? ¿Los planetas permanecen siempre en su órbita o se trasladan de una a otra? Carecemos de respuestas.

Tal vez un desconfiado lector se pregunte cómo podemos conocer los sucesos que ocurrieron en épocas tan lejanas; después de todo, alegará, la frenética actividad geológica interna de nuestro planeta ha borrado sus huellas. Tiene razón el sabio lector, pero nuestra ignorancia comenzó a terminarse cuando fuimos a la Luna, un astro geológicamente inerte que conserva los vestigios de los sucesos primigenios: la Luna, afortunadamente para nosotros, es un museo del Sistema Solar.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Benéficos tiburones


Si hiciéramos una encuesta sobre los animales acuáticos más odiados, probablemente los tiburones alcanzarían el primer puesto en la antipática lista. Apuntamos dos motivos para superar esta animadversión y convertir la enemistad en simpatía: quizá nos sorprenda saber que, entre los cientos de millones de personas que realizan actividades en el mar, los tiburones sólo son responsables de una treintena de muertes anuales de media en, aproximadamente, un centenar de ataques en todo el mundo; y solamente cuatro, de las más de trescientas especies, han matado a un ser humano. La segunda razón se refiere a que los escualos tal vez pronto se conviertan en salvadores de vidas. Quien haya estudiado la teoría de la evolución sabrá que tiburones y humanos estamos emparentados, después de todo -y aunque algunos prefieran negarlo- ambos descendemos de los mismos peces ancestrales; por lo tanto, al sagaz lector no le chocará que los sistemas inmunitarios de unos y otros tengan similitudes, aunque no sean iguales. En los tiburones, con más de cuatrocientos millones de años de existencia, se observa un sistema inmunitario más primitivo que el de los mamíferos; mas, en lo que atañe a su capacidad para protegerse de las distintas patologías, incluidas las infecciosas, es tan eficaz como los más modernos.
Los tiburones fabrican anticuerpos generales, y no específicos como nosotros, una característica que nos puede reportar ventajas porque -recordemos- la tarea de los anticuerpos consiste en protegernos de cualquier invasión de agentes químicos o biológicos extraños. Sorprendámonos: los biólogos han descubierto que los anticuerpos de los tiburones se adhieren a una molécula del parásito que causa la malaria, y que la unión bloquea la entrada del parásito en los glóbulos rojos humanos. ¡Maravilloso! Un nuevo enfoque terapéutico para una enfermedad que causa entre dos y tres millones de muertes anuales. Y hay más, los anticuerpos de los escualos pueden unirse a las moléculas específicas de algunas células cancerosas e inactivarlas, o pegarse a proteínas que producen la inflamación en la artritis reumatoide y neutralizarlas. ¡Los tiburones tienen moléculas en su sangre que, probablemente, servirán para curar enfermedades humanas! Ni más ni menos. Un último detalle nos ayudará a valorar estos descubrimientos; los anticuerpos del tiburón, pequeños, robustos y estables, resisten las condiciones ambientales que imperan en nuestro sistema digestivo, tanto la acidez extrema del estómago como el feroz ataque de las enzimas gastrointestinales. ¿Será posible, alguna vez, curar un cáncer con píldoras preparadas con ellos?