sábado, 25 de julio de 2009

GRB, guiños astronómicos


Todo aficionado a la ciencia, y eso es quien dedica parte de su tiempo de ocio a la lectura de estas páginas, sabe que el Big-Bang, la inconmensurable explosión que originó el universo hace trece mil setecientos millones de años, es el fenómeno más energético conocido; pero seguro que ignora qué acontecimiento ocupa el segundo lugar en la escala de energía. Se trata de los GRB, estallidos de rayos gamma de escasos segundos de duración que se están produciendo continuamente en el cosmos, auténticos guiños de luz invisible que nos llegan del universo profundo. La increíble explosión de rayos gamma detectada el diecinueve de marzo de 2008 asombró a los astrónomos;  la potencia del estallido fue tal que hasta su brillo óptico pudo ser observado a simple vista durante treinta segundos; tardó siete mil quinientos interminables millones de años en alcanzar un ojo humano; asómbrese el flemático lector, nuestro planeta ni siquiera existía cuando la radiación inició su camino. No todos son iguales, resulta que hay guiños –quiero decir GRB- lentos y también los hay rápidos. ¿Qué produce estos intrigantes fenómenos? En el año 2008 se reunieron los expertos para debatir tan espinoso asunto: concluyeron que dos sucesos bien distintos los causan. Los comentaré brevemente.

Cuando acaba su combustible nuclear, una estrella supergigante explota con una potencia cien o mil veces mayor que la de una supernova normal, inmediatamente después se colapsa y convierte en un agujero negro: durante ese proceso, la estrella moribunda, a punto de convertirse en cadáver, irradia chorros de materia desde sus polos, y estos chorros emiten los rayos gamma: ya tenemos una explicación. Un suceso infrecuente produce, probablemente, el otro tipo de guiño cósmico: se trata del choque entre dos estrellas de neutrones, objetos de enorme densidad,  muy pequeños, apenas del tamaño de una ciudad y con la masa de una pequeña estrella. Se trata de un impacto inusitado, porque ambos astros colapsan, desaparecen del universo y dejan en su lugar un agujero negro. Sólo queda añadir que, durante el insólito proceso, se producen los guiños de rayos gamma, los GRB que con tanta atención detecta el astrónomo terrestre.


Como seguramente adivinará el lector ingenioso, estos acontecimientos emiten tanta energía que si uno de ellos ocurriese cerca del Sol... podría acabar con gran parte de la vida en la Tierra. ¡Y tal vez haya ocurrido en el remoto pasado!

sábado, 18 de julio de 2009

Sobre el empolvado camino a las estrellas


En tiempos de crisis económica, quizá algún lector se sorprenda (o se encolerice) si le digo que a algunos científicos se les paga por estudiar el polvo. Y no creo que alivie su enfado si afirmo que la Luna y Marte son mundos extremadamente polvorientos y que inhalar polvo podría ser nocivo para los astronautas. Pero quizá el agobiado lector acepte que se trata de dinero bien invertido si añado que la silicosis, una grave enfermedad que afecta a los pulmones, es causada por el polvo de cuarzo.

Huele a pólvora, -exclamó Harrison Schmitt-, cuando olió el aire del Módulo Lunar. Corría el año 1972 y acababa de regresar de un paseo por la Luna. Más tarde, el astronauta se sintió congestionado y se quejó de fiebre de heno; afortunadamente sus síntomas desaparecieron al día siguiente. No olvidó la anécdota Russell Kerschmann, un patólogo que se dedica a estudiar los efectos del polvo sobre la salud humana. El cuarzo no es venenoso; pero cuando forma partículas de menos de diez micrómetros (cinco veces menores que un cabello humano) y entra a los pulmones, entonces los granos de polvo -de aristas afiladas- pueden incrustarse en los diminutos alveolos del pulmón y romperlos. Más aún, las células del sistema inmunológico se suicidan al intentar tragar tan indigestos corpúsculos.

El polvo lunar -compuesto de silicio, como el cuarzo terrestre- no es venenoso; pero, a semejanza del polvo de cuarzo, es extremadamente fino y abrasivo, casi como el vidrio pulverizado. Los astronautas que alunizaron descubrieron que se pegaba a todo,  que era casi imposible quitarlo una vez que entraba en el interior del Módulo Lunar; apesadumbrados, comprobaron que parte llegaba al aire e irritaba los pulmones y los ojos. Y en Marte podría ser peor; porque el polvo marciano no sólo es un irritante mecánico, sino, tal vez, un veneno químico: algunos científicos sospechan que el polvoriento suelo del planeta rojo podría ser un oxidante tan fuerte que quemaría cualquier material orgánico -tal como los plásticos o la piel humana- al que le cayese encima, como lo hace la lejía sin diluir. No acaban aún las calamidades; el polvo marciano también podría contener rastros tóxicos de arsénico y cromo. Y el peligro se acusaría durante los vendavales que ocasionalmente cubren Marte.

Los científicos ignoran la solución del problema, pero confían en encontrarla.

sábado, 11 de julio de 2009

Clatratos, un inesperado fusil climático


Indagar en el pasado -pensará el ingenuo lector- es labor de ineficaces eruditos quienes, a falta de un trabajo productivo, entretienen su ocio o justifican su sueldo con inútiles menesteres. No argumentaré sobre la utilidad del conocimiento para el bienestar física e intelectual de la humanidad, sí diré, en cambio, que la aparentemente inservible sabiduría nos depara curiosas sorpresas como la que sigue.
Hace cincuenta y cinco millones ochocientos mil años, y mira que ha pasado tiempo desde entonces, súbitamente aumentó la temperatura media de la superficie terrestre en seis grados, un suceso que los científicos bautizaron con el extraño nombre de PETM (iniciales de Paleocene-Eocene Thermal Maximun). ¿Qué sucedió entonces en el planeta? En apenas veinte mil años –muy poco tiempo en términos geológicos- cambió bruscamente el clima, ni más ni menos. El acontecimiento tuvo dramáticas consecuencias: se extinguieron multitud de microorganismos marinos, y se podó el árbol de los mamíferos hasta dejar los linajes contemporáneos. ¿Tiene algún interés para nosotros estudiar sucesos tan lejanos? Qué nos puede importar bicho más bicho menos, alegará algún ingenuo y algo egoísta contemporáneo. Los paleontólogos, siempre curiosos, han intentado identificar al autor del desastre. Después de arduos trabajos han encontrado que una intensa actividad volcánica, que calentó los océanos, podría ser la causante del desafuero. Si el agua está más caliente mejor, pensará alguno, baños en cualquier época del año, más turismo... Ignoremos quien tan simples opiniones tiene y preguntemos por los datos. Resulta que en los sedimentos de los fondos oceánicos actuales existen grandes cantidades de compuestos de metano -apellidados clatratos de metano- y que el aumento de la temperatura del agua marina provoca la liberación repentina del gas; sucede entonces que llega a la atmósfera metano suficiente como para elevar la temperatura cinco grados, porque, no debemos olvidar, el metano provoca un efecto invernadero más potente aún que el dióxido de carbono.
Tan pronto se descubrió el fenómeno, los climatólogos se preguntaron si el calentamiento contemporáneo podría provocar la liberación repentina de grandes cantidades de gas natural (cuyo componente principal es el metano) de los depósitos marinos. Las respuestas a las que llegaron no deben ser muy optimistas pues decidieron llamar al fenómeno fusil de clatratos. Nombre bélico apropiado, acaso porque las consecuencias para la humanidad, de producirse, serían tan horrorosas como una gran guerra, quizá peores.

sábado, 4 de julio de 2009

Omnipresentes bacterias


En otro lugar ya he manifestado mi simpatía hacia las bacterias; no es para menos, porque durante la mayor parte de la existencia de la Tierra, estos minúsculos seres vivos fueron sus únicos habitantes, y en un futuro lejano, desaparecidos los animales y plantas, probablemente, también lo volverán a ser. Hasta el lector displicente queda anonadado cuando comprueba que medio billón de átomos, más o menos, de los cuales las tres cuartas partes forman agua, se organizan como minúsculas máquinas químicas eficacísimas, que toman del ambiente energía de alta calidad y la devuelven de baja calidad. Si añado que quizá el setenta y cinco por ciento de la biomasa terrestre esté en los microbios, la mayoría de los cuales son bacterias, el profano comprenderá mejor la extraordinaria importancia que tienen estos diminutos seres vivos en la biosfera. Hay tantas bacterias en los océanos que, si las pudiéramos pesar, superarían el peso de todos los peces y mamíferos marinos, ¡que ya está bien!  Aún así, me sorprendió saber que mi intestino, como el de cualquier otro ser humano alberga diez billones de bacterias; y que no todas son iguales, pertenecen a unas mil especies diferentes. Detente a pensarlo un momento sorprendido amigo, nada menos que mil especies diferentes de imperceptibles bacterias habitan en tus tripas. Si aclaro que sólo existen cuatro mil quinientas especies de mamíferos en nuestro planeta, tal vez el lector indiferente aprecie la enorme variedad de minúsculos microbios que han elegido por morada un intestino particular.
Los biólogos han averiguado que las bacterias intestinales cooperan con nosotros para eliminar los virus y bacterias patógenas, también que nos ayudan a absorber nutrientes, y quizá por ello, una misma comida puede afectar a cada persona de una forma diferente. Desgraciadamente los científicos todavía ignoran cómo influyen estas bacterias en la salud de su hospedante, pero saben que la alteración de un ecosistema –el intestino- puede resultar perjudicial para los seres vivos que viven en él. El hilo de la argumentación me conduce a la  pregunta siguiente: ¿la ingestión de antibióticos –que alteran el ecosistema intestinal- siempre es beneficiosa?, o a una equivalente ¿en ciertos casos, la salud de algún sufrido paciente resultará perjudicada? Y no dudo que los beneficios de los antibióticos superan con creces sus perjuicios… la mayoría de las veces.