sábado, 28 de marzo de 2009

Adelfa y acónito, el peligro de fiarse de las apariencias


El escritor confiesa su amor a las flores. En la naturaleza pocas cosas existen tan hermosas. En un jardín, en un campo o en la montaña el caminante puede deleitarse en los colores y formas de estos agraciados órganos vivos. Los cultivos de tulipanes, rosas, dalias, crisantemos y claveles seducirán al vagabundo sensible; el viajero hallará la delicada flor de las nieve si sube a los prados alpinos; y si, aventurero, va a la selva, le extasiarán las exóticas orquídeas. Pero la naturaleza, aunque bella, es peligrosa para los ignorantes.

Durante el verano podemos contemplar, en lugares soleados, unas flores muy grandes y vistosas, rosadas si son naturales, y si no, con colores que pueden variar desde el rojo y rosa hasta el violeta, el salmón o el blanco: son las adelfas, tan lindas como temibles. Tenga cuidado con los niños, amigo lector, si masticaran las hojas de esta planta se intoxicarían; también se han producido envenenamientos cuando un incauto consume asado de carne ensartada en estacas de este arbusto o mieles producidas por abejas que libaron sus flores; incluso el contacto con esta planta de hojas perennes puede provocar molestas dermatitis.

Otra planta, quizá no tan bella, pero igual de peligrosa, cuyas flores suelen ser azules o moradas y tienen la forma de una capucha abierta hacia abajo, tiene el dudoso honor de encabezar la lista de los vegetales más venenosos de Europa. Desde tiempos inmemoriales se sabe que la ingestión de acónito es mortal; su toxicidad, extrema: menos de diez miligramos mata a una persona, e incluso a través de la piel es posible absorber una cantidad fatal del veneno. Nuestros antepasados, expertos en guerra química a pequeña escala, la usaron abundantemente: unos, cuando preveían que su aldea fuese asaltada, envenenaban con ella el suministro del agua antes de huir, otros, emponzoñaban sus flechas con el jugo de la planta, quizá por eso el acónito deba su nombre a la palabra latina que significa dardo. Los cazadores sajones del siglo VIII cazaban lobos con saetas envenenadas; aun así, me parece más brutal, aunque sea una costumbre más moderna, la matanza indiscriminada de lobos, zorros o comadrejas con trozos de carne mezclados con acónito. Desgraciadamente la modernidad no siempre mejora la conducta humana. 

sábado, 21 de marzo de 2009

La vida, los gases disueltos y el apocalipsis


Hace doscientos cincuenta y un millones de años una catástrofe inimaginable se abatió sobre la Tierra: extinguió la vida como no lo había hecho ningún fenómeno anterior ni lo volvería hacer ninguno posterior, alcanzó tal magnitud que la extinción de los dinosaurios apenas fue un pálido reflejo de que lo que sucedió entonces. Nueve de cada diez especies marinas y una de cada dos especies terrestres desaparecieron a finales del pérmico, en la que fue la mayor extinción de seres vivos que conoció nuestro planeta. Ya creemos conocer la causa.

Un aumento de la actividad volcánica del planeta provocó la liberación a la atmósfera de cantidades ingentes de dióxido de carbono y metano; los dos gases desencadenaron una serie imparable de procesos que desearíamos no volvieran a suceder mientras la especie humana viva en la Tierra. La proliferación de ambos gases caldeó el clima por efecto invernadero; y, en consecuencia, el océano caliente absorbió menos oxígeno. Hacemos un inciso para aclarar que en el seno de los océanos hay una frontera –que actualmente está cerca del fondo- por encima de la cual está disuelto el oxígeno y por debajo el sulfuro de hidrógeno, un gas –usado por las bacterias del azufre- venenoso para los demás seres vivos. Continuamos: al disminuir la cantidad de oxígeno oceánico aumentó la cantidad de sulfuro de hidrógeno; tanto fue así que la frontera de separación entre ambos gases ascendió hasta que el sulfuro de hidrógeno alcanzó la superficie del océano. La consecuencia resultó dramática: las bacterias del azufre prosperaron y los seres vivos marinos, que respiran el oxígeno, murieron. Por si fuera poco, el sulfuro de hidrógeno se difundió al aire y mató a los animales y plantas terrestres; aún no acabaron los males: continuó su labor asoladora el sulfuro de hidrógeno cuando subió a las capas altas de la atmósfera donde destruyó la capa de ozono; sin ella, los rayos ultravioleta completaron la eliminación de la vida restante.

Amigo lector, si el panorama te parece terrorífico, reflexiona sobre estos datos: la concentración del dióxido de carbono cuando sucedió la extinción alcanzaba los tres mil ppm, la actual es trescientos ochenta, y aumenta entre dos y tres ppm cada año. No me alivia saber que, si sucede ese fenómeno dentro de unos siglos, no estaré allí para padecerlo. El escritor se siente, en cierta manera, responsable del destino de la humanidad. ¿Y tú?

sábado, 14 de marzo de 2009

Buzos y aviadores

Durante el verano muchos ciudadanos se acercan a las playas, a refrescarse. Unos juegan en el agua, otros nadan, los menos practican el buceo, éstos son quienes deben tomar más precauciones porque, cuando se desciende hacia las profundidades, aumenta la presión, y este fenómeno, para quien no conozca sus efectos, puede ser mortal.
El aire se expande en la misma proporción que se reduce su presión; esta secuela, cuando la presión disminuye, puede ocasionar lesiones, tanto al buceador novato que asciende rápidamente, como al marinero que pretende escapar de un submarino o al aviador cuya cabina se descomprime. Quien se encuentre en esas circunstancias corre el riesgo de que la dilatación brusca del aire le rompa los pulmones y ponga en peligro su vida; aunque es más frecuente que se queje de una rotura del tímpano. Diremos al amante del morbo que, si un avión se descomprime bruscamente -a veintiún mil metros-, hervirá el agua del cuerpo de la víctima… antes de que el infeliz muera al cabo de tres minutos.
El efecto de la presión resulta increíble a los neófitos. Un capitán de la Armada -experto submarinista- contó al escritor que, después de haberse vaciado totalmente los pulmones, había ascendido a pulmón libre desde una profundidad de cuarenta metros; al llegar a la superficie -detallaba-, todavía tenía los pulmones llenos. ¿Exageraba el militar? Al ascender desde esa profundidad, el volumen del aire pulmonar se multiplicó por cinco (en la misma proporción se redujo la presión); deducimos entonces que un litro y un quinto –el aire pulmonar que queda después de espirar al máximo- se convirtió en seis litros, la capacidad pulmonar normal: no mentía el veterano marino.
Quien se hunda en el océano también debe saber que la cantidad de nitrógeno -el componte principal del aire- que se disuelve en la sangre es directamente proporcional al aumento de la presión. No se presentan dificultades si el descenso es poco profundo… mientras no se intente ascender. Si la subida se hace lentamente, el nitrógeno disuelto en la sangre pasará al gas espirado sin efecto nocivo, pero si se asciende con rapidez, el nitrógeno disuelto se convierte en gas: se forman burbujas, y éstas provocan dolores intensos, trombosis, embolias y muerte. Tenga presente, el lector aventurero, que no hay diferencia entre el ascenso de un buzo desde veinte metros y un aviador que sube ocho kilómetros y medio: en ambos casos un ascenso rápido desencadena la peligrosa enfermedad por descompresión.

sábado, 7 de marzo de 2009

Acrobacias, inercia y otros entretenimientos


          Tengo algunos gustos francamente raros. No me interesan las aventuras matrimoniales de éste o aquél actor, tampoco las habilidades de un deportista famoso, ni las excentricidades de ese popular cantante, sí me apasionan, en cambio, las fuerzas de inercia. ¡Qué le vamos a hacer! Cuando, erguido en el autobús, me dirijo a un aeropuerto, disfruto tratando de mantener el equilibrio cuando el vehículo acelera, frena o cambia de dirección, me complazco prediciendo la intensidad y dirección de las fuerzas de inercia, que trato de contrarrestar inclinando el cuerpo. Confieso, avergonzado, que, algunas veces, el experimento acaba pidiendo disculpas a un sufrido viajero, cuando me precipito sobre él a causa de un error en la estimación de las fuerzas. En fin… aunque no llegue a esos extremos, el amigo lector reconocerá que las fuerzas que se manifiestan en los cambios de dirección y de velocidad son espectaculares.
Conocemos el efecto de las fuerzas de inercia en caso de un accidente de automóvil (que, afortunadamente, se mitigan debido al uso del cinturón de seguridad). ¿Son igual de dañinas en otras circunstancias? Los aviadores y los astronautas, incluso los paracaidistas necesitan saberlo. En los lanzamientos, los astronautas resisten aceleraciones nueve veces superiores a la gravedad terrestre habitual (los técnicos la escriben como nueve g), y pueden resistir mucho más, si se mantienen acostados en la dirección perpendicular al movimiento. La postura es esencial: cuando un avión efectúa cambios de dirección rápidos, en las rotaciones y picados, el peligro es máximo porque los pilotos sienten enormes fuerzas sobre sus piernas o su cabeza. Si la aceleración es positiva la inercia impulsa la sangre hacia las piernas: con aceleraciones de cuatro g disminuye el flujo sanguíneo del cerebro, con intensidades superiores la visión se oscurece en pocos segundos y después se pierde el conocimiento, con veinte g, además de los efectos anteriores, se fracturan las vertebras. El efecto de las aceleraciones negativas resulta más dañino todavía, porque la inercia empuja la sangre hacia la cabeza pudiendo romper los vasos cerebrales: con cuatro g pueden producirse trastornos psicóticos que duran un cuarto de hora, y con aceleraciones de veinte g se produce una ceguera temporal. Poco hay que argumentar sobre lo que le puede suceder a un aviador psicótico. ¿Piensa, el lector aprensivo, lo que podría suceder si el piloto transporta bombas?