Un día, releyendo el Quijote, esa
tragedia con aires de comedia, meditaba sobre la ambivalencia de la literatura.
Y la misma línea de pensamiento me condujo a la paradoja de los medicamentos.
Unas veces beneficiosos y otras, las menos, lesivos: un fascinante dilema entre
lo que sana y lo que mata. Estamos rodeados de venenos, de hecho casi cualquier
fármaco administrado en exceso puede resultar letal, pero el riesgo no está en le
medicamento, cuyo valor terapéutico es indiscutible, sino en la dosis. Después
de muchos milenios de observaciones, de experimentos hechos a la brava, en que
los errores se pagaban con la muerte, los especialistas ya saben adaptar las
dosis de muchos venenos al bienestar humano. La morfina, por ejemplo, es un medicamento
y un narcótico: si se utiliza bajo control médico se trata de un excelente
analgésico, sin embargo, su abuso conduce a la drogadicción. Casi todos sabemos
que la falta de vitaminas resulta perjudicial, lo que quizá ignore alguno es
que la demasía también puede ser mortal: el exceso de vitamina A daña el hígado
y la abundancia de vitamina D lesiona a los riñones, incluso se sabe de
exploradores árticos que murieron por ingerir alimentos que contenían un exceso
vitaminas. Pero si ya es grave el uso de una sustancia sin control médico,
constituye un escándalo cuando, debido a un error sanitario, se comercializa un
tóxico como si fuera una medicina. Entre el año 1958 y 1963 se consumió la
talidomida, un magnífico calmante de las náuseas durante el embarazo y un
sedante que no presentaba contraindicaciones según sus fabricantes… hasta que los
bebés de las madres consumidoras nacieron deformes, sin extremidades o con
ellas demasiado cortas. Miles de afectados sufrieron la ignorancia de unos
pocos. Dos investigadores, los doctores Widukind Lenz y su compañero de la
Clínica Universitaria de Hamburgo, el español Claus Knapp, después de una ardua
y sagaz pesquisa, identificaron al agente causante del mal. El drama se debió a
que la talidomida se presenta en forma de dos moléculas exactamente iguales,
que se parecen tanto como los dos guantes de una pareja, pero este
aparentemente nimio detalle resultaba fatal porque una de las moléculas
producía el efecto sedante y la otra las anomalías congénitas. Y si se vende la
mezcla de ambas… Un fatal error de consecuencias trágicas.
sábado, 31 de enero de 2009
sábado, 24 de enero de 2009
Meteorología espacial
Tormentas, viento, lluvia, nubes,
estamos habituados a celebrar o lamentar, cada uno según sus preferencias, los
meteoros. Sabemos que se corresponden con estados de nuestra atmósfera que los
expertos se esfuerzan por estudiar; expertos a los que pedimos que nos
pronostiquen el tiempo ¡sin equivocaciones!; y hasta el menos científico, aquel
que lee el horóscopo todos los días, exige práctica científica meteorológica al
máximo nivel. Extrañará a algunos que también haya meteoros en otros planetas -gigantescas
tormentas en Júpiter y Neptuno, enormes tormentas de polvo en Marte-; pero
sorprenderá a todos –al escritor desde luego- que el Sol tenga una atmósfera y
que ésta englobe a la Tierra. La corona, que así se llama parte de la atmósfera
solar, se extiende más allá de Neptuno; cierto que casi nunca se ve, excepto
durante un eclipse total, pero, ruidosa y caliente, allí está; y, como
cualquier atmósfera, tiene su meteorología: el viento solar sopla en ráfagas
que alcanzan millones de kilómetros por hora, las eyecciones (erupciones) de
masa coronal desprenden miles de millones de toneladas, una tormenta solar también
produce peligrosas tormentas de radiación. Como habrá adivinado el lector
inteligente, cada planeta y cada satélite está expuesto a la furia de estos elementos.
Afortunadamente, nuestro planeta está
mejor protegido que la mayoría: tenemos una gruesa atmósfera y un campo
magnético; de hecho, el clima del Sol nos afecta poco: las tormentas solares moderadas
no provocan más que ocasionales cortes de luz o interrupciones en las emisiones
de radio. Pero la Tierra se queda pequeña, la civilización se está extendiendo
hacia el espacio; dependemos de más de quinientos satélites para utilizar la
televisión, el teléfono, internet, la navegación por medio del GPS, también
para el pronóstico del tiempo; y tanto los satélites como los habitantes de la
Estación Espacial Internacional son vulnerables al clima solar y, por tanto, a
la radiación y a las partículas que emanan de la estrella. No olvidamos que,
abandonada la protección terrestre, los astronautas que viajen a la Luna y a
Marte, estarán en contacto directo con la atmósfera de nuestra estrella y
podrán sufrir, sino se protegen, las consecuencias de un exceso de radiación.
No albergo muchas dudas, en el siglo
XXI, el tiempo solar llegará a ser tan importante como el tiempo terrestre.
Aunque muchos humanos se empeñen en ignorarlo, volamos hacia el futuro ¡Qué le
vamos a hacer!
sábado, 17 de enero de 2009
Abuso de los antibióticos
A
lo largo de la historia reciente han desaparecido muchas, demasiadas, especies
de animales y plantas como consecuencia de la insensata conducta humana. Si
bien es cierto que en pocas ocasiones la humanidad ha intentado eliminar a una
especie, de forma sistemática, también lo es que se ha marcado ese objetivo en
algunos casos: concretamente, desearíamos la erradicación de las bacterias
patógenas. Desgraciadamente, los científicos no han podido eliminar de la faz
de la Tierra, hasta ahora, ninguna de las perniciosas bacterias que en el
pasado diezmaron la población; el lector recordará, sin duda, las terribles
epidemias históricas de la peste, el tifus y el cólera. Es más, desde hace un
decenio la situación ha empeorado, las bacterias perjudiciales se han vuelto
resistentes a los tratamientos; los sanitarios contemplan con temor la
creciente ineficacia de los antibióticos; uno tras otro, los dos centenares que
se emplean usualmente van quedando inútiles. Las bacterias que sobreviven se
hacen más fuertes, se propagan y se vuelven más resistentes. La tuberculosis,
la neumonía o la meningitis, infecciones que antaño se trataban con
antibióticos, ya no se curan con la misma facilidad; aumenta el número de
infecciones de pronóstico letal; la bacteria Staphylococcus aureus, unos de los
principales agentes de infecciones hospitalarias, amenaza con presentar
resistencia a todos los antibióticos.
Querido
lector, las bacterias patógenas son agresores astutos, y además, les
proporcionamos los medios para su éxito. Con el uso inadecuado de los
antibióticos hemos fomentado la evolución de cepas mejoradas de bacterias; y lo
hacemos a conciencia: los usamos en dosis menores de las recomendadas, los
empleamos en una infección vírica (son ineficaces) y también en una enfermedad
inadecuada. Aunque parezca mentira, los expertos han calculado que entre un
tercio y la mitad de los antibióticos recetados por los médicos son
innecesarios. Aún hay más desafueros que lamentar: agregamos antibióticos al detergente
de las lavadoras y al jabón de las manos; nadie duda de la necesidad de limpiar
la casa o a nosotros mismos; pero los jabones y detergentes están capacitados
para hacerlo sin añadirles productos antibacterianos. Por si no fuera poco,
casi el setenta por ciento de los antibióticos que se fabrican en los Estados
Unidos de América se administra al ganado. Con el mal uso social y su abuso en
clínica conseguimos que las bacterias débiles mueran y las fuertes se vuelvan
más vigorosas.
¿Estás
preocupado el lector aprensivo? Al escritor le falta poco para ponerse a
temblar.
sábado, 10 de enero de 2009
La circulación oceánica
El agua de los océanos, en contra de lo que pueda parecer a simple vista, se mueve, en su seno existen flujos de agua que se trasladan de un sitio a otro. Sí, hay numerosas corrientes debido a la diferente radiación solar que reciben los mares; y es muy importante su estudio porque redistribuyen el calor que llega a la Tierra procedente del Sol y por tanto influyen en el clima.
Los oceanógrafos distinguen dos tipos de corrientes, las superficiales y las profundas. La circulación en la superficie oceánica, como la corriente del Golfo en el hemisferio norte, refleja la circulación de los vientos; hacia el este en la zona tropical y hacia el oeste a latitudes algo más altas. Las corrientes oceánicas profundas, en cambio, como la circulación termohalina, se mueven debido a las diferencias de densidad, que no son sino diferencias de temperatura y salinidad; así sucede con cualquier circulación de materia que se deba a la convección.
Las corrientes oceánicas superficiales y las profundas están comunicadas y abarcan el conjunto del planeta. Los oceanógrafos disponen de un modelo (la cinta oceánica transportadora) para entender de manera global todos los movimientos del agua marina; según él existe una corriente superficial de aguas oceánicas cálidas menos densas y otra corriente profunda de aguas frías más densas; ambas corrientes recorren todo el planeta y se comunican; en el Atlántico norte existe una zona de descenso y en el Pacífico norte otra de ascenso. La cinta transportadora oceánica puede describirse como un flujo de agua que, en su viaje por latitudes tropicales de la superficie del Pacífico, Índico y Atlántico, se calienta, asciende por el Atlántico norte, hasta que finalmente, ya fría, se hunde. Resulta lógico que, por las profundidades, exista un retorno hacia el sur del agua fría y densa. Tal circulación transporta calor de las regiones tropicales a las polares; el sagaz lector ya habrá adivinado que tal flujo de energía debe tener una gran influencia sobre el clima.
Sabemos, porque lo hemos comprobado que el Ártico se deshiela, eso significa un aumento en el flujo de agua dulce en la superficie del Atlántico Norte; no resulta muy difícil colegir que tal fenómeno debe debilitar la circulación termohalina o incluso colapsarla. ¿Qué sucederá en tal caso?Cambios en los monzones y en el hemisferio norte reducciones de las lluvias y tormentas más intensas. Piénsese ahora en las consecuencias sobre la agricultura, alimentación y economía.
sábado, 3 de enero de 2009
Un árbol puede salvarle la vida
Una temporada de descanso en la montaña
me ha servido para recuperar fuerzas, equilibrar el ánimo y disfrutar de
estimulantes paseos por frondosos senderos. Ya de regreso al hogar, la
evocación de hermosos paisajes me sugiere un comentario a medio camino entre la
biología y la química. Los españoles, a lo largo de nuestra agitada historia,
hemos diezmado muchos bosques, en la meseta y en la periferia, en la guerra y
en la paz, para la metalurgia o para la construcción naval. Escribe Azorín
“¿Cómo se podrá desarraigar de nuestro pueblo este odio centenario,
inconsciente, feroz, contra el árbol”; aun así, han sobrevivido a nuestra
insania algunos bellos árboles en perdidos lugares. Estuve en algunos de ellos:
contemplé varios tejos en las frondosas devesas del Caurel y visité el Teixadal
de Casaio, en Pena Trevinca, un bosque de trescientos ejemplares centenarios,
el mejor conservado de la península ibérica.
El tejo es uno de los árboles más
longevos; cuenta la leyenda que Poncio Pilatos jugó en Escocia alrededor del
tejo de Fortingall, un vetusto árbol de unos dos mil años de edad, que quizá
sea el más viejo de Europa. Aunque en la antigüedad este árbol tuvo usos
medicinales, su utilidad fue más bien escasa hasta el 1971, año en que se
descubrió el taxol, en la corteza del tejo del Pacífico; resulta difícil
exagerar la importancia de esta especie química pues se trata de uno de los más
potentes fármacos contra el cáncer que se conocen. Desgraciadamente, el interés
de los humanos por un ser vivo a menudo resulta trágico para su supervivencia; así
ocurrió esta vez: como el tratamiento quimioterapéutico de un solo enfermo
requiere la tala de dos o tres árboles adultos, los bosques de tejos del
Pacífico pronto fueron esquilmados. Afortunadamente para los árboles, los
químicos ya han conseguido sintetizar el taxol en sus laboratorios; además, han
descubierto una sustancia parecida, que se encuentra en las hojas del tejo
común, por lo que ya no es necesario talar el árbol.
Quizá, amigo lector, muestres
agradecimiento al tejo –una simpatía que comparto- porque tú o un pariente tuyo
se hayan salvado de la parca; aun así, no te fíes de este árbol: también puede
matar. Cuenta Julio César que Catuvalcus, jefe de los eburones, se suicidó con
una infusión de tejo; y es que todas las partes del árbol, excepto la carne
roja de las bayas, contienen taxina, un potente tóxico. Sé prudente.
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