sábado, 27 de diciembre de 2008

Uranio altamente enriquecido


Me ha sorprendido sobremanera saber que la traducción al inglés de “El Oráculo manual y arte de prudencia”, escrito por Baltasar Gracián en 1647, vendió a finales del siglo XX más de ciento cincuenta mil ejemplares; diré más, en 1992, permaneció dieciocho semanas en la lista de los más vendidos elaborada por el Washington Post. ¿Su mérito? El libro ofrece normas para guiarse en la sociedad y consejos para ejercitar la prudencia, de cuya falta, como podrá comprobar el lector paciente, me voy a lamentar.
Hay veces que la lectura de una revista científica puede poner los pelos de punta. Eso me sucedió cuando, ojeando un artículo publicado en el año 2006, me encontré con unas inquietantes afirmaciones. Transcribo literalmente el comentario de Alexander Glaser y Frank von Hippel “resulta verosímil que unos suicidas penetraran en un depósito de UAE [uranio altamente enriquecido], construyesen un ingenio nuclear improvisado y lo detonasen antes de que reaccionara el personal de seguridad”; afirmación que resultaría alarmante si fuera verdad, pero debe serlo porque uno de los autores, ex Subdirector de Seguridad Nacional en la Oficina de Política Científica y Técnica de la Casa Blanca (EEUU), cabe suponer que esté muy bien informado.
¿Qué es el UAE? ¿Dónde se encuentra y para qué se usa tan peligrosa sustancia? Aclaro, antes de continuar, que el uranio que se extrae de la mina está formado por una mezcla de átomos ligeramente diferentes (técnicamente llamados isótopos). Pues bien, el UAE es uranio cuyo contenido en el isótopo apellidado doscientos treinta y cinco -el que es capaz de producir la explosión nuclear- se ha concentrado hasta alcanzar o superar el veinte por ciento; se emplea el UAE como combustible de unos ciento cuarenta reactores nucleares de investigación civil, o también para producir los isótopos radiactivos usados en medicina. Existe un centenar de almacenes, instalaciones civiles, dispersos por el mundo que guardan más de cincuenta mil kilos de UAE; y me aterra, porque sé que, con unos cien kilos de este producto, los terroristas serían capaces de construir y detonar con relativa facilidad un arma atómica eficaz, por muy rudimentaria que fuese. El artículo acaba de manera alarmante “En cosa de cinco a ocho años desaparecería del mundo todo el UAE civil. El retraso en llevar esa tarea a su fin sólo sirve para que unos eventuales terroristas nucleares en ciernes cuenten con más tiempo a su favor.” Aún no me he repuesto del susto.

sábado, 20 de diciembre de 2008

Redundante mensajería


A pesar de que la mayoría de los europeos somos muy carnívoros y de que comemos mucho más carne de vaca, cerdo y pollo de la que sería conveniente, apenas nos paramos a pensar que son músculos lo que con tanta ansia devoramos; y que cualquier animal vertebrado contiene tras clases de músculos diferentes: los esqueléticos, que tensamos a voluntad, los lisos que se contraen con independencia de nuestro consentimiento y los cardíacos que tienen características comunes a ambos, pues aún siendo involuntarios, su anatomía se parece más a la de los primeros. Conocemos el corazón, lo hemos visto en múltiples fotografías, y a él atribuimos, sin ningún fundamento, nuestros amores; estamos habituados a palpar los músculos esqueléticos de los brazos -y muchos hombres a presumir de ellos-; tal vez resulten más extraños los músculos lisos: quienes hayan saboreado los callos –el intestino de las vacas- sabrán de lo que estoy hablando. Abandonadas las cuestiones anatómicas (y gastronómicas), quizá nos interese saber por qué se contraen los músculos. Simplificando un poco diría que cada célula muscular está conectada –sin que haya unión física- a una neurona; cuando la neurona recibe una orden, en forma de señal eléctrica, del cerebro o de la médula espinal, emite unas moléculas mensajeras que actúan sobre el músculo y logran su contracción. Así de fácil, así de difícil: un poquito de electricidad y los músculos que creíamos dominar se contraen. Pero no son fenómenos eléctricos los que me interesan en este momento, sino cómo se las arreglan las neuronas para comunicarse con los músculos. Las fibras nerviosas fabrican unas moléculas mensajeras, ni más ni menos. Todos los músculos esqueléticos usan un único mensajero que hemos llamado acetilcolina; sin embargo, en los músculos lisos y en el corazón, los transmisores utilizados son dos, la acetilcolina y la noradrenalina. Probablemente el lector curioso haya oído hablar de la segunda: también actúa como hormona fabricada por las glándulas suprarrenales en situaciones de estrés. Más desconocida le resultará la primera; el lector morboso quizá sepa que algunas armas químicas de destrucción masiva, los agentes nerviosos, impiden que se elimine la acetilcolina, con el funesto resultado de una estimulación continua de los músculos y del sistema nervioso.

Me pregunto, ¿por qué dos mensajeros? ¿A qué se debe esa falta de economía? Muchos son los misterios que quedan por desentrañar.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Teoría cuántica: cómo ir de un sitio a otro sin pasar por el medio


La teoría cuántica es una de las teorías más empleadas y peor comprendidas de la ciencia; la usamos para entender el funcionamiento de los láseres, los reactores nucleares, los ordenadores, la microelectrónica o la nanotecnología y también para conocer cómo opera la radiactividad o la causa por la que emiten luz las estrellas: o sea, se trata de una teoría maravillosa, sin embargo, los profanos se empeñan en ignorar cómo explica esta teoría el comportamiento de las partículas que componen la materia. Fíjese el lector inexperto en la extraña conducta del electrón en un átomo de hidrógeno, uno de tantos que componen mi mano, que ahora está tecleando en el ordenador. Habitualmente nos imaginamos a los electrones como bolitas volando alrededor del núcleo central, como si fueran diminutos planetas girando alrededor del Sol: se trata de una metáfora que se aproxima bastante a lo que sucede en realidad… la mayor parte de las veces, porque en otras, ¡ay en otras! Las partículas que constituyen la materia se convierten en una nube que se difumina, y ya casi ni sabemos lo que queda. Comprobémoslo. Sólo hay en electrón en el átomo de hidrógeno –decíamos- que da vueltas alrededor del núcleo, como Mercurio lo hace del Sol; sucede a veces que el electrón recibe un empuje de alguna partícula que choca contra él, lo desvía y pasa a girar en otra órbita, de Venus, por ejemplo, continuando con el símil planetario. Los físicos han observado al electrón en la órbita de Mercurio y también en la órbita de Venus: no hay duda, allí está. Y sin embargo nunca observaron algún electrón viajando de un sitio a otro, -así como lo cuento-, aunque muchas veces lo han intentado: es más, la teoría cuántica asegura, sin el menor asomo de duda, que no existe camino para ir de una órbita a la otra. ¿Cómo lo hace? Desaparece de un sitio y aparece en otro sin seguir una trayectoria. ¿Increíble? ¡Cierto! Amigo lector, si estimas que los físicos están un poco locos, manifiesto mi acuerdo contigo. Sólo te puedo decir que la mecánica cuántica es la teoría más confirmada con experimentos de toda la historia de la física… para desesperación y congoja de los filósofos. ¡Qué le vamos a hacer!

sábado, 6 de diciembre de 2008

Saludable e incomprendida vitamina


Estamos tan habituados a pensar que el hombre es la especie superior en la biosfera que, aunque algunas veces hay motivos para creerlo, las más nos equivocamos. No le quepa la menor duda al lector escéptico: tanto nuestra anotomía, como nuestra fisiología y conducta son ciertamente mejorables. Un humilde hongo rojo del pan, por ejemplo, tiene unas capacidades bioquímicas superiores: concretamente, sintetiza todos los aminoácidos que necesita, algo que los humanos somos incapaces de hacer. ¿Por qué nosotros fabricamos algunas de las sustancias imprescindibles para la vida, y otras las adquirimos de afuera, o sea, las comemos? Si una sustancia se halla disponible como alimento, resulta obvio que presenta ventajas librarse de la carga de la maquinaria bioquímica necesaria para fabricarla. Eso sucedió en las distintas especies vivas a lo largo de su historia evolutiva. Cuando los antecesores de los mamíferos comenzaron a alimentarse de plantas perdieron la capacidad de sintetizar la mayoría de las vitaminas. No sucedió lo mismo con la vitamina C. ¿Por qué el hombre (y la cobaya y un murciélago comedor de fruta) no la sintetiza, y sí lo hacen la mayoría de los mamíferos como el perro, el caballo o la rata? Un medio ambiente -los bosques en los que habitaron los antecesores de los humanos- que proporcionase grandes cantidades de la vitamina en cuestión explicaría la eliminación de la capacidad de su síntesis.
 De la historia evolutiva deducimos varias conclusiones. La dieta de un gorila -y la del hombre primitivo- contiene cuatro gramos y medio de vitamina C; si elegimos los alimentos vegetales necesarios para mantener una dieta equilibrada hallamos que contienen algo más de dos gramos de la vitamina; valores semejantes a los que, en proporción a su peso, sintetizan los otros mamíferos. Si suponemos que tales valores representen la tasa óptima de ingestión de vitamina C, colegimos que la cantidad presente en la alimentación humana habitual es muy inferior. Si alguien se muestra reacio a aceptar estas afirmaciones declaro que me he limitado a recoger los argumentos de Linus Pauling, premio Nobel de Química. Por otro lado, debo hacer constar que las autoridades sanitarias de la Organización Mundial de la Salud proponen que únicamente treinta miligramos de vitamina, setenta veces menos que la dosis natural, son suficientes para mantener la salud. No cabe duda, se trata de opiniones claramente contrapuestas. ¡Qué le vamos a hacer!