El otro
día charlaba con un ingeniero sobre el significado de la temperatura. No
discrepábamos sobre la existencia de un mínimo; las opiniones divergían sobre
si hay un límite superior. Transcribo, para solaz del lector amante de las
paradojas, el razonamiento que manejó mi colega. Todos sabemos calcular el
sueldo medio de los individuos de una sociedad o el número medio de hijos de
los matrimonios de un país; lo que ignora mucha gente, es que la temperatura de
un objeto también es una medida de un valor medio, en este caso de la energía
cinética del colectivo de partículas que lo forman. Cualquier objeto está
formado por átomos y los átomos se mueven, la temperatura mide la rapidez o
lentitud con que lo hacen, que es otra manera de referirnos a la energía
cinética: inmediatamente el sagaz lector se habrá dado cuenta del acuerdo entre
mi amigo y yo sobre el mínimo de la temperatura: la temperatura más baja
(doscientos setenta y tres grados centígrados bajo cero) se alcanzará cuando
todos los átomos estén quietos: es imposible menos. Voy ahora a la cota
superior: los físicos saben que la energía cinética de un átomo se mide
multiplicando la mitad de su masa por su velocidad dos veces. Como la masa de
cada uno de los átomos es un valor conocido y su velocidad puede ser tan grande
como se quiera, la temperatura no tiene límite superior. Mi sorpresa se produjo
cuando mi interlocutor, recordando el abecedario de la relatividad, disentía:
como todas las partículas tienen que moverse a una velocidad estrictamente
inferior a la luz, la velocidad y, por tanto, la energía cinética tiene un
límite, en consecuencia, la temperatura tendrá un máximo. Inicialmente atónito,
porque no hallaba la falacia del argumento, respiré aliviado cuando me di
cuenta que la teoría relatividad -que había recordado mi colega- también
establece que la energía cinética de las partículas no sólo depende de la
velocidad, sino también de la masa, y ésta no permanece inmutable, aumenta
cuando la partícula acrecienta su velocidad, y puede ser tan grande como se
quiera. Conclusión: la temperatura es ilimitada. A pesar de todo… tal vez en
otro lugar comente los argumentos por los que los físicos estiman que la mayor
temperatura concebible, la que alcanzó el universo en su primer instante de
vida, necesita un número entero de treinta y tres cifras para escribirse.
sábado, 29 de noviembre de 2008
sábado, 22 de noviembre de 2008
El descubrimiento de un insólito gen, con fábula incorporada
Todos
los aficionados a los cuentos conocen el carácter escurridizo, casi burlón de
la realidad. El protagonista de esta fábula, un gen ubicado en el cromosoma
diecisiete, tiene un ingrato nombre: p53. Su utilidad, poco prometedora al
principio, me recuerda un entrañable cuento de Hans Christian Andersen: el
desgarbado patito feo que, expuesto al rechazo injustificado, despreciado y
abandonado, obligado a la soledad, no comprende la causa de su destino adverso;
al cabo de un tiempo se convierte en un elegante cisne, amado y alabado por
todos. Los descubridores del gen –decía- creyeron, en el año 1979, que se
trataba de un oncogén (un malvado gen productor de cánceres); no se averiguó su verdadera función, de supresor
de tumores, hasta diez años más tarde.
No
nos sorprenderá el súbito interés que ha despertado el p53 entre los médicos si
añadimos que el gen se encuentra alterado en el cincuenta y cinco por ciento de
los cánceres humanos. Aunque sigue sin conocerse detalladamente el
procedimiento de actuación del p53 en el organismo, los biólogos ya han
descubierto una de sus armas favoritas. Para ello dañaron el ADN de células
sanas y observaron qué sucedía: el gen p53 se activaba; inmediatamente promovía
la activación de otros genes, quienes obligaban a la célula a fabricar ciertas proteínas,
proteínas que provocaban el suicidio de las células cancerosas. Sí, lector
escéptico, reléelo de nuevo, sucede tal y como lo cuento. El gen protagonista
discrimina las células normales de las cancerosas, y obliga a estas últimas a
suicidarse. ¡Increíble! Y aún hay más, nos hallamos ante un gen que ejerce
otras beneficiosas acciones: induce la reparación del ADN, activa el suicidio
celular si el ADN es irreparable, y detiene la replicación celular si el ADN
está dañado. No necesito más argumentos para convencer al suspicaz lector que
el p53 no efectúa correctamente sus funciones si está alterado. El resultado del
trastorno es fácilmente previsible: muchas células carecerán de protección y
acabarán cancerosas. ¡Ni más, ni menos! Resulta obvio señalar que la
comprensión de las funciones de este gen quizá nos conduzca a diseñar tratamientos
para patologías que han amenazado desde siempre a la humanidad: no sólo el
cáncer, sino también las cardiopatías o la demencia senil, e, incluso, nos
inspire terapias para retrasar el envejecimiento.
sábado, 15 de noviembre de 2008
Agujeros negros semejantes a pirañas
Recomiendo
al lector curioso que trasnoche alguna vez durante el verano, salga de la
ciudad y levante la vista al cielo. Por mínima sensibilidad que tenga le dejará
anonadado la belleza del firmamento; contemple ahora la mancha lechosa que
cruza de este a oeste: se trata de la tenue luz de centenares de miles de
millones de estrellas que componen la Vía Láctea, nuestra galaxia. Volemos, al
menos con la imaginación, al corazón de la galaxia -en la dirección de la
constelación de Sagitario-; allí, en el centro de rotación, el lugar más
brillante, se esconde un objeto extraordinario. Se trata de un pequeño agujero
negro que tiene el tamaño del sistema solar (repare y sorpréndase el ingenuo lector
en lo que los astrónomos consideran pequeño). No ha permanecido inmutable desde
su formación, se ha estado alimentando de la materia del núcleo de la galaxia y
ya ha acumulado la masa de cuatro millones de soles en el interior de su
barriga; no debe extrañarnos, por lo tanto, que los astrónomos le apelliden
supermasivo. Cuando la Vía Láctea, nuestra galaxia, era una jovenzuela recién
llegada a la adolescencia, el agujero negro de su núcleo se alimentaba, como
una piraña, de la abundante materia –estrellas, además de átomos, polvo y
moléculas- que había a su alrededor. Luego, el alimento se acabó y la piraña
–el agujero negro, quiero decir- se quedó allí, robusta y hambrienta...
esperando.
¿Cómo
sabemos que un agujero negro está en un sitio si, siendo negro, no se puede
ver?, se preguntará algún lector curioso. Los astrónomos, cazadores avezados,
conocen los rastros de tan esquivas piezas. El agujero negro se revela cuando
una estrella errante, o una nube de gas, se acerca demasiado a él; sucede
entonces que la materia cae al agujero atraída por su intensa gravedad;
triturada y calentada por las enormes fuerzas emite destellos de radiación de
alta energía justo antes de desaparecer; la gigantesca bocanada de rayos X emitida
avisa a los astrónomos que el agujero se ha alimentado una vez más. En una
galaxia tan antigua como la Vía Láctea (diez mil millones de años, quizá más),
su voraz agujero negro central en la actualidad sólo se alimenta
ocasionalmente, no encuentra con qué: el pez está hambriento, porque el estanque
–la galaxia- está casi vacío.
sábado, 8 de noviembre de 2008
Regeneración de órganos, la ciencia ficción llama a la puerta
Reconozco mi pesar por el debate que hubo
sobre la ética de la investigación con células madre embrionarias. Convencido
de que hay que defender la dignidad humana, convengo en la necesidad de regular
la manipulación de embriones humanos para evitar posibles abusos; aún así, me
parece tan ilógico prohibir su manipulación como impedir que se hagan
transfusiones de sangre o trasplantes de órganos. No ignoro que existen gentes
de buena voluntad que se niegan a ello, pero también sé que la mayor parte de
los objetores se aprovecharán de la medicina regenerativa.
Recapitulemos. Sabemos que existen
células-madre embrionarias y adultas. Aquéllas se forman inmediatamente después
de la unión del óvulo con el espermatozoide; a partir del quinto día, una capa
externa de células empieza a transformarse en la futura placenta; si en ese
momento se separan las células internas y se las cultiva, obtendremos un gran
número de células-madre embrionarias. Las células-madre adultas se generan en
lugares distintos, concretamente, en la médula de los huesos huecos; parte de
ellas evoluciona para transformarse en las células sanguíneas. Como los
biólogos han averiguado que la sangre de nuestro cuerpo se renueva totalmente cada
tres meses, colegimos que la médula fabrica células a un ritmo de cien millones
diarios; y la fuente de producción son las células-madre hematopoyéticas (el enrevesado
nombre es lo de menos). Parece que no hay diferencia entre ambos tipos de
células-madre: tanto unas como otras son capaces de transformarse en cualquier
tipo de célula corporal. Si lográsemos obtener, asunto difícil, suficiente
cantidad de células-madre hematopoyéticas evitaríamos la polémica sobre el uso
de los embriones humanos; y no crea el escrupuloso lector que se trata sólo de
una cuestión de ética, nos libramos también del rechazo de las células-madre
extrañas por el cuerpo donde se injerten.
La regeneración de órganos animales es
un fenómeno que, desde hace mucho tiempo, intriga a los más perspicaces
biólogos, quienes, imitando a las salamandras, ya consiguieron la regeneración
en los ratones. Un médico norteamericano, Badylak, operando a adultos, ha
logrado regenerar dedos humanos amputados a la altura de la raíz de las uñas;
posibilidad que se creía exclusiva de los niños. ¿Serán las células-madre
adultas, que se encuentran en nuestra sangre (y también, insospechadamente, en
otros tejidos), capaces de reemplazar las células dañadas? ¿Cuántos años faltan
para regenerar un pulmón, el corazón o una pierna amputada? ¿Por qué no,
conservando el cerebro, regenerar el cuerpo entero?
sábado, 1 de noviembre de 2008
Las estaciones
No
comprendo a las personas que prefieren una estación a otra; cada una tiene un
encanto especial: la dulce melancolía de la caída de las hojas en otoño, el
murmullo del mar amigo mientras acaricia las playas en verano, la fuerza de la
naturaleza revelándose en las tormentas de invierno o el renacer de la vida en
la primavera. Y este preludio viene a cuento del movimiento de nuestro planeta
en su órbita; la mayoría de los lectores curiosos saben que el camino de la
Tierra alrededor del Sol tiene forma de elipse, y que la estrella no está en el
centro, sino en el foco de la elipse; por ello tal vez alguno deduzca que las
estaciones se deben al alejamiento o acercamiento al astro rey: se equivoca
quien así piense. Durante el invierno la Tierra está más cerca de su estrella y
en verano se encuentra en el punto más lejano; la causa de las estaciones no se
halla en la mayor o menor cercanía, sino en la
inclinación del eje de rotación del planeta.
Espero a
que el lector despistado se reponga de su sorpresa para continuar. El Sol no
está quieto; de la misma manera que los planetas giran alrededor de su
estrella, también las estrellas, el Sol incluido, lo hacen en nuestra galaxia.
Y no durante un año, ni siquiera durante ciento sesenta y cuatro años, como
Neptuno, sino durante algo más de doscientos interminables millones de años.
Fíjate bien amigo lector, cuando el Sol se encontraba en la misma región de la
galaxia que ahora, en la vuelta anterior, los humanos todavía no existíamos,
los dinosaurios eran los señores del planeta. No sólo la nuestra, todas las
estrellas que vemos a ojo desnudo y muchas más, aproximadamente, cien mil
millones giran respecto al núcleo central de la Vía Láctea. Inevitablemente
curioso, me pregunto ¿existirá un ciclo galáctico, equivalente al ciclo
terrestre de estaciones? ¿Alguno de los fenómenos geológicos que sucedieron en
la Tierra a lo largo de su historia dependió de los distintos ambientes
galácticos por los que fue pasando el Sol? ¿Alguna de las extinciones masivas
de la vida se relaciona con el paso del sistema solar por algún lugar concreto
de la galaxia?
Me
encanta tenderme en el campo durante una cálida noche de verano, contemplar las
estrellas, y dejar vagar la imaginación.
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