sábado, 29 de noviembre de 2008

Paradoja falaz sobre la temperatura


El otro día charlaba con un ingeniero sobre el significado de la temperatura. No discrepábamos sobre la existencia de un mínimo; las opiniones divergían sobre si hay un límite superior. Transcribo, para solaz del lector amante de las paradojas, el razonamiento que manejó mi colega. Todos sabemos calcular el sueldo medio de los individuos de una sociedad o el número medio de hijos de los matrimonios de un país; lo que ignora mucha gente, es que la temperatura de un objeto también es una medida de un valor medio, en este caso de la energía cinética del colectivo de partículas que lo forman. Cualquier objeto está formado por átomos y los átomos se mueven, la temperatura mide la rapidez o lentitud con que lo hacen, que es otra manera de referirnos a la energía cinética: inmediatamente el sagaz lector se habrá dado cuenta del acuerdo entre mi amigo y yo sobre el mínimo de la temperatura: la temperatura más baja (doscientos setenta y tres grados centígrados bajo cero) se alcanzará cuando todos los átomos estén quietos: es imposible menos. Voy ahora a la cota superior: los físicos saben que la energía cinética de un átomo se mide multiplicando la mitad de su masa por su velocidad dos veces. Como la masa de cada uno de los átomos es un valor conocido y su velocidad puede ser tan grande como se quiera, la temperatura no tiene límite superior. Mi sorpresa se produjo cuando mi interlocutor, recordando el abecedario de la relatividad, disentía: como todas las partículas tienen que moverse a una velocidad estrictamente inferior a la luz, la velocidad y, por tanto, la energía cinética tiene un límite, en consecuencia, la temperatura tendrá un máximo. Inicialmente atónito, porque no hallaba la falacia del argumento, respiré aliviado cuando me di cuenta que la teoría relatividad -que había recordado mi colega- también establece que la energía cinética de las partículas no sólo depende de la velocidad, sino también de la masa, y ésta no permanece inmutable, aumenta cuando la partícula acrecienta su velocidad, y puede ser tan grande como se quiera. Conclusión: la temperatura es ilimitada. A pesar de todo… tal vez en otro lugar comente los argumentos por los que los físicos estiman que la mayor temperatura concebible, la que alcanzó el universo en su primer instante de vida, necesita un número entero de treinta y tres cifras para escribirse.

sábado, 22 de noviembre de 2008

El descubrimiento de un insólito gen, con fábula incorporada


Todos los aficionados a los cuentos conocen el carácter escurridizo, casi burlón de la realidad. El protagonista de esta fábula, un gen ubicado en el cromosoma diecisiete, tiene un ingrato nombre: p53. Su utilidad, poco prometedora al principio, me recuerda un entrañable cuento de Hans Christian Andersen: el desgarbado patito feo que, expuesto al rechazo injustificado, despreciado y abandonado, obligado a la soledad, no comprende la causa de su destino adverso; al cabo de un tiempo se convierte en un elegante cisne, amado y alabado por todos. Los descubridores del gen –decía- creyeron, en el año 1979, que se trataba de un oncogén (un malvado gen productor de cánceres);  no se averiguó su verdadera función, de supresor de tumores, hasta diez años más tarde.
No nos sorprenderá el súbito interés que ha despertado el p53 entre los médicos si añadimos que el gen se encuentra alterado en el cincuenta y cinco por ciento de los cánceres humanos. Aunque sigue sin conocerse detalladamente el procedimiento de actuación del p53 en el organismo, los biólogos ya han descubierto una de sus armas favoritas. Para ello dañaron el ADN de células sanas y observaron qué sucedía: el gen p53 se activaba; inmediatamente promovía la activación de otros genes, quienes obligaban a la célula a fabricar ciertas proteínas, proteínas que provocaban el suicidio de las células cancerosas. Sí, lector escéptico, reléelo de nuevo, sucede tal y como lo cuento. El gen protagonista discrimina las células normales de las cancerosas, y obliga a estas últimas a suicidarse. ¡Increíble! Y aún hay más, nos hallamos ante un gen que ejerce otras beneficiosas acciones: induce la reparación del ADN, activa el suicidio celular si el ADN es irreparable, y detiene la replicación celular si el ADN está dañado. No necesito más argumentos para convencer al suspicaz lector que el p53 no efectúa correctamente sus funciones si está alterado. El resultado del trastorno es fácilmente previsible: muchas células carecerán de protección y acabarán cancerosas. ¡Ni más, ni menos! Resulta obvio señalar que la comprensión de las funciones de este gen quizá nos conduzca a diseñar tratamientos para patologías que han amenazado desde siempre a la humanidad: no sólo el cáncer, sino también las cardiopatías o la demencia senil, e, incluso, nos inspire terapias para retrasar el envejecimiento.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Agujeros negros semejantes a pirañas


Recomiendo al lector curioso que trasnoche alguna vez durante el verano, salga de la ciudad y levante la vista al cielo. Por mínima sensibilidad que tenga le dejará anonadado la belleza del firmamento; contemple ahora la mancha lechosa que cruza de este a oeste: se trata de la tenue luz de centenares de miles de millones de estrellas que componen la Vía Láctea, nuestra galaxia. Volemos, al menos con la imaginación, al corazón de la galaxia -en la dirección de la constelación de Sagitario-; allí, en el centro de rotación, el lugar más brillante, se esconde un objeto extraordinario. Se trata de un pequeño agujero negro que tiene el tamaño del sistema solar (repare y sorpréndase el ingenuo lector en lo que los astrónomos consideran pequeño). No ha permanecido inmutable desde su formación, se ha estado alimentando de la materia del núcleo de la galaxia y ya ha acumulado la masa de cuatro millones de soles en el interior de su barriga; no debe extrañarnos, por lo tanto, que los astrónomos le apelliden supermasivo. Cuando la Vía Láctea, nuestra galaxia, era una jovenzuela recién llegada a la adolescencia, el agujero negro de su núcleo se alimentaba, como una piraña, de la abundante materia –estrellas, además de átomos, polvo y moléculas- que había a su alrededor. Luego, el alimento se acabó y la piraña –el agujero negro, quiero decir- se quedó allí, robusta y hambrienta... esperando.

¿Cómo sabemos que un agujero negro está en un sitio si, siendo negro, no se puede ver?, se preguntará algún lector curioso. Los astrónomos, cazadores avezados, conocen los rastros de tan esquivas piezas. El agujero negro se revela cuando una estrella errante, o una nube de gas, se acerca demasiado a él; sucede entonces que la materia cae al agujero atraída por su intensa gravedad; triturada y calentada por las enormes fuerzas emite destellos de radiación de alta energía justo antes de desaparecer; la gigantesca bocanada de rayos X emitida avisa a los astrónomos que el agujero se ha alimentado una vez más. En una galaxia tan antigua como la Vía Láctea (diez mil millones de años, quizá más), su voraz agujero negro central en la actualidad sólo se alimenta ocasionalmente, no encuentra con qué: el pez está hambriento, porque el estanque –la galaxia- está casi vacío.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Regeneración de órganos, la ciencia ficción llama a la puerta


Reconozco mi pesar por el debate que hubo sobre la ética de la investigación con células madre embrionarias. Convencido de que hay que defender la dignidad humana, convengo en la necesidad de regular la manipulación de embriones humanos para evitar posibles abusos; aún así, me parece tan ilógico prohibir su manipulación como impedir que se hagan transfusiones de sangre o trasplantes de órganos. No ignoro que existen gentes de buena voluntad que se niegan a ello, pero también sé que la mayor parte de los objetores se aprovecharán de la medicina regenerativa.
Recapitulemos. Sabemos que existen células-madre embrionarias y adultas. Aquéllas se forman inmediatamente después de la unión del óvulo con el espermatozoide; a partir del quinto día, una capa externa de células empieza a transformarse en la futura placenta; si en ese momento se separan las células internas y se las cultiva, obtendremos un gran número de células-madre embrionarias. Las células-madre adultas se generan en lugares distintos, concretamente, en la médula de los huesos huecos; parte de ellas evoluciona para transformarse en las células sanguíneas. Como los biólogos han averiguado que la sangre de nuestro cuerpo se renueva totalmente cada tres meses, colegimos que la médula fabrica células a un ritmo de cien millones diarios; y la fuente de producción son las células-madre hematopoyéticas (el enrevesado nombre es lo de menos). Parece que no hay diferencia entre ambos tipos de células-madre: tanto unas como otras son capaces de transformarse en cualquier tipo de célula corporal. Si lográsemos obtener, asunto difícil, suficiente cantidad de células-madre hematopoyéticas evitaríamos la polémica sobre el uso de los embriones humanos; y no crea el escrupuloso lector que se trata sólo de una cuestión de ética, nos libramos también del rechazo de las células-madre extrañas por el cuerpo donde se injerten.
La regeneración de órganos animales es un fenómeno que, desde hace mucho tiempo, intriga a los más perspicaces biólogos, quienes, imitando a las salamandras, ya consiguieron la regeneración en los ratones. Un médico norteamericano, Badylak, operando a adultos, ha logrado regenerar dedos humanos amputados a la altura de la raíz de las uñas; posibilidad que se creía exclusiva de los niños. ¿Serán las células-madre adultas, que se encuentran en nuestra sangre (y también, insospechadamente, en otros tejidos), capaces de reemplazar las células dañadas? ¿Cuántos años faltan para regenerar un pulmón, el corazón o una pierna amputada? ¿Por qué no, conservando el cerebro, regenerar el cuerpo entero?

sábado, 1 de noviembre de 2008

Las estaciones


No comprendo a las personas que prefieren una estación a otra; cada una tiene un encanto especial: la dulce melancolía de la caída de las hojas en otoño, el murmullo del mar amigo mientras acaricia las playas en verano, la fuerza de la naturaleza revelándose en las tormentas de invierno o el renacer de la vida en la primavera. Y este preludio viene a cuento del movimiento de nuestro planeta en su órbita; la mayoría de los lectores curiosos saben que el camino de la Tierra alrededor del Sol tiene forma de elipse, y que la estrella no está en el centro, sino en el foco de la elipse; por ello tal vez alguno deduzca que las estaciones se deben al alejamiento o acercamiento al astro rey: se equivoca quien así piense. Durante el invierno la Tierra está más cerca de su estrella y en verano se encuentra en el punto más lejano; la causa de las estaciones no se halla en la mayor o menor cercanía, sino en la  inclinación del eje de rotación del planeta.
Espero a que el lector despistado se reponga de su sorpresa para continuar. El Sol no está quieto; de la misma manera que los planetas giran alrededor de su estrella, también las estrellas, el Sol incluido, lo hacen en nuestra galaxia. Y no durante un año, ni siquiera durante ciento sesenta y cuatro años, como Neptuno, sino durante algo más de doscientos interminables millones de años. Fíjate bien amigo lector, cuando el Sol se encontraba en la misma región de la galaxia que ahora, en la vuelta anterior, los humanos todavía no existíamos, los dinosaurios eran los señores del planeta. No sólo la nuestra, todas las estrellas que vemos a ojo desnudo y muchas más, aproximadamente, cien mil millones giran respecto al núcleo central de la Vía Láctea. Inevitablemente curioso, me pregunto ¿existirá un ciclo galáctico, equivalente al ciclo terrestre de estaciones? ¿Alguno de los fenómenos geológicos que sucedieron en la Tierra a lo largo de su historia dependió de los distintos ambientes galácticos por los que fue pasando el Sol? ¿Alguna de las extinciones masivas de la vida se relaciona con el paso del sistema solar por algún lugar concreto de la galaxia?
Me encanta tenderme en el campo durante una cálida noche de verano, contemplar las estrellas, y dejar vagar la imaginación.