sábado, 27 de septiembre de 2008

La búsqueda de bacterias extraterrestres


 Reconozco mi aversión por la caza. Entiendo que en la naturaleza los predadores se alimentan de las presas y que la vida de unos va unida a la muerte de otros. Pero matar por diversión… Incluso inmolar animales tan inteligentes como los delfines, algunos simios y, quizá, los perros me parece ciertamente cruel. Quien haya leído hasta aquí quizá se pregunte si algún mosquito portador de fiebre predicadora ha picado al escritor. Que no se preocupe el amoscado lector. Solamente quiero justificar mi pasión por cierta clase de caza mayor: se trata de unas pequeñas bacterias, que viven en condiciones absolutamente extremas para la mayoría de los seres vivos. Un equipo de científicos encabezado por Richard Hoover ha viajado a la Antártida para la persecución, cerco y reclamo de extremófilos. Ya se han encontrado bacterias que viven en el hielo, en el agua hirviendo, incluso en los reactores nucleares: no es extraño, por tanto, que la montería se lleve a cabo en uno de los lagos más inusuales de la Tierra, el Untersee; un lago siempre cubierto de nieve, y tan alcalino como el más fuerte de los detergentes; por si fuera poco, sus sedimentos producen más metano que cualquier otra masa de agua natural terrestre. ¿Qué pretenden encontrar los científicos con tan exótica y congelada búsqueda? Quizá lo de menos sea comprender el comportamiento de las bacterias, que tan a conciencia han exterminado a los humanos con peste, tuberculosis y tétanos antes de la era de los antibióticos. Se buscan las condiciones extremas en las que puede existir la vida: ni más ni menos. Si se encuentran bacterias en el lago Untersee se habrá probado que la vida puede existir en Marte, en los cometas o en las heladas lunas de Júpiter y de Saturno, y que merece la pena acecharla en tan recónditos lugares; no hay que buscar una zona ideal para que las bacterias puedan desarrollarse.

 Una última revelación: hace algunos años, en Alaska, los microbiólogos hallaron extremófilos que habían estado congelados treinta y dos mil años; hasta aquí nada sorprendente; lo increíble es que, cuando se derritió el hielo que los rodeaba, resucitaron como si nada hubiera sucedido. Sorprendido, el sagaz lector tal vez se pregunte -igual que el autor-, ¿por qué no puede suceder lo mismo con bacterias extraterrestres? O quizá, ¿será posible congelar humanos y devolverlos a la vida varios siglos después?

sábado, 20 de septiembre de 2008

¿Existe la antigravedad?


Faltaban pocos años para el cambio de milenio cuando los astrónomos descubrieron el alcance de su ignorancia: desconocían las tres cuartas partes del contenido del universo. La energía oscura, una forma inédita de energía, que nos rodea y arrastra con suavidad, era el factor desconocido. De la energía oscura depende el destino del cosmos; y lo ignorábamos, porque su propia omnipresencia la mantenía oculta. A diferencia de la materia no se acumula en unos lugares más que en otros, se extiende por doquier con una densidad constante y diminuta. Se sabe, desde la primera mitad del siglo XX, que las galaxias se alejan entre sí; y hasta no hace mucho los físicos creían que tal expansión debería frenarse, porque la atracción gravitatoria entre las galaxias contrarrestaría la dilatación. Las observaciones han desmentido esta hipótesis: la expansión cósmica fue más lenta en el pasado que hoy. Para explicar este hecho, los físicos suponen que existe una forma de energía sin identificar todavía, apellidada energía oscura, que se opone a la atracción de gravedad entre las galaxias y la vence, o dicho con otras palabras, postulan la existencia de una fuerza antigravitatoria repulsiva.
Los astrónomos se han percatado de que la energía oscura, si existe, podría moldear la evolución de las estrellas, de las galaxias y de los cúmulos. ¿Cómo? Al comienzo del universo, las galaxias, recién formadas, se fusionaban unas con otras, cambiaban de forma y fabricaban estrellas a un ritmo vivaz; pero su actividad ha menguado desde que la fuerza repulsiva de la energía oscura se volvió equiparable a la fuerza atractiva de la materia. Como consecuencia de la expansión del universo, la densidad de la materia disminuye y se aproxima a la densidad de la energía oscura; sucede entonces que el ritmo de expansión pasa de decelerado a acelerado, las galaxias se separan cada vez más deprisa, y, lógicamente, resulta menos probable que choquen unas con otras y puedan iniciar la formación de estrellas.
Cuando estudio estos fenómenos reconozco sentirme abrumado ante la inmensidad del universo y perplejo por la hondura del tiempo; en estos momentos necesita abandonar la ciencia para reconfortarme leyendo poesía.
“Cuando contemplo el cielo
de innumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado.
El amor y la pena
despiertan en mi pecho un ansia ardiente…”

sábado, 13 de septiembre de 2008

El trágico juego de la vida


En el siglo XX los físicos han aprendido que las estrellas evolucionan: metafóricamente nacen, viven y mueren. En los albores del siglo XXI casi podemos asegurar que las galaxias tienen idéntico comportamiento. ¿Y las biosferas de los planetas? Lo ignoramos, pero probablemente también les ocurre lo mismo. Los planetas nacen en la cercanía de una estrella pequeña; si las condiciones ambientales en su superficie son adecuadas podrán albergar vida durante una fase de su existencia; el final de la biosfera llegará cuando desaparezcan las condiciones templadas de su entorno y el planeta sea esterilizado bien por el frío o por el calor. La mayoría de los biólogos, imbuidos en una idea muy querida a la civilización occidental, creen en el progreso de la vida: comenzó con una modesta bacteria, que evolucionó y tras muchas etapas se acabó convirtiendo en un humilde gusano, éste en un pez, y así, sucesivamente, aparecieron los anfibios, reptiles, mamíferos, primates hasta, suprema gloria, llegar al Homo sapiens: el hombre como Señor y Amo del planeta. Después de todo así lo proclama la religión mayoritaria de los occidentales. El escritor cree que hay mucha soberbia en tal idea; quizá la vida compleja, y con ella las plantas y los animales (humanos incluidos) no sea más que una fase relativamente breve en la historia biológica del planeta. Tal es la tesis que sostienen los científicos Peter Ward y Donald Brownlee en su libro “The life and death of planet earth”. Los animales necesitan de unos estrechos márgenes de temperatura y requerimientos nutricionales, condiciones que sólo son posibles -argumentan los autores- durante mil millones de años; la décima parte de la existencia del planeta antes que el Sol, al convertirse en una gigante roja, achicharre a la Tierra. Las bacterias fueron las señoras de nuestro planeta durante los primeros miles de millones de años de la existencia de la biosfera y las bacterias recuperarán su dominio en los últimos miles de millones. Durante un breve intervalo (la sexta parte de la probable existencia de la biosfera) plantas y animales participan en el juego de la vida, y en apenas un suspiro una especie consigue soñar con las estrellas. De vez en cuando, a los humanos contemporáneos, convencidos del poder omnímodo de la tecnología, no nos viene mal un poco de humildad.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Tormentas solares


Unos días después de celebrar el Año Nuevo, los astrónomos anunciaron que un nuevo ciclo solar había comenzado en el 2008. Algún avispado lector se preguntará ¿ciclos solares? ¡A mí qué me importan! A tan despreocupados terráqueos les diré que el conocimiento de tales ciclos permite predecir la llegada a la Tierra de las tormentas solares; un fenómeno que sobrecarga las redes eléctricas, puede causar apagones generalizados (ya sucedió en Nueva York), avería los satélites -es innecesario recordar que tanto las bolsas de valores y la previsión meteorológica, como las comunicaciones por radio y televisión se valen de ellos-, obliga a que los vuelos comerciales se desvíen a latitudes más bajas; y, abandonando el pragmatismo por el arte, también nos otorga el goce estético de columbrar auroras boreales en latitudes más bajas que las habituales.

Si el proemio ha conseguido avivar la curiosidad del lector profano, siga leyendo pues aún le aguardan sorpresas. El Sol, el inmutable Apolo de los antiguos, cambia cíclicamente: en concreto, aparecen manchas en su superficie, cuando, cada once años, su polaridad magnética se invierte; sucede, entonces, que su norte magnético se convierte en sur y viceversa. Los astrónomos han observado que, además, el Sol emite un flujo continuo de partículas; las apellidaron viento solar, viento que, al contactar con la Tierra, produce uno de los espectáculos más hermosos con el que podemos emocionarnos los humanos: las increíblemente bellas auroras. Pero hay veces que la normalidad solar se interrumpe, se producen violentas explosiones y el viento se vuelve vendaval: nos hallamos en una tormenta solar. Los físicos ya saben cuando suceden estas anomalías: cuando hay muchas manchas; por eso comparan esa agitada época con la temporada de huracanes en la Tierra.

Acostumbrado a las perturbaciones meteorológicas terrestres me imaginaba que, dejando a tras la atmósfera de nuestro planeta, la paz y tranquilidad reinaría por doquier, de ahí mi inmensa tristeza al enterarme de la existencia de una meteorología solar, con sus vientos y tormentas. El escritor reconoce que llora lágrimas de cocodrilo porque, aficionado a la ciencia, cree que la naturaleza siempre se muestra más bella que la más hermosa de las especulaciones ideadas por la mente humana. El escritor se solaza imaginando la inaudita potencia de las explosiones que ocurren en el Sol y sabe que los espectadores del futuro las contemplarán embelesados.