sábado, 31 de mayo de 2008

La adaptación, problemas en la teoría de Darwin


En la actualidad se conocen dos millones de especies de seres vivos que viven en nuestro atribulado planeta (algunos biólogos creen que todavía quedan dieciocho millones sin conocer); como novecientas noventa y nueve, de cada mil, al menos, de las que han existido se han extinguido, colegimos que, en los últimos seiscientos millones de años, han vivido dos mil millones de especies en la Tierra. ¿Cómo surgió tan enorme variedad de seres vivos? El genio de Charles Darwin consistió en proponer un mecanismo, la selección natural, para explicar la evolución y diversidad de la vida. La teoría es sencilla: pequeñas variaciones que heredan los individuos constituyen el fundamento de las diferencias; cada forma de vida sobrevive y se reproduce a un ritmo distinto, según cuál sea su ambiente; y la distinta tasa de reproducción produce un lento cambio en las poblaciones que determina la formación de nuevas especies. Pero hay otro aspecto que llamaba la atención de Darwin y que, con frecuencia, olvidamos: la enorme eficacia de los seres vivos, su capacidad de adaptación al medio en el que viven, comen, se relacionan con sus congéneres y se reproducen. Los seres vivos no sólo presentan una gran diversidad de formas, sino que se adaptan al mundo que les rodea: su anatomía, funcionamiento y conducta parecen haber sido diseñados para subsistir en su medio. Recordemos la forma de las focas, los pingüinos y los atunes; sus estructuras anatómicas, similares para desplazarse en el agua, muestran un caso concreto de la adaptación de los diferentes organismos (mamíferos, aves o peces) a su ambiente. Sin embargo, a pesar de proporcionar una explicación a la evolución, la teoría de Darwin plantea un problema considerable: muchos cambios evolutivos se deben a causas distintas de la adaptación (el azar entre otras), incluso los habrá que no sean adaptativos; entonces, ¿por qué los organismos están tan bien adaptados al ambiente?
Espero que ningún lector se engañe por el discurso; por si acaso, aclaro que las dudas que planteo no cuestionan la teoría de la evolución. Existen tantas pruebas a su favor que ningún científico puede seguir siéndolo si la niega. Añado más: en la época que Charles Darwin publicó El origen de las especies, año 1859, la mayor parte de los naturalistas, aunque no habían propuesto un mecanismo verosímil que explicara la evolución, sostenían que unas especies habían evolucionado de otras. 

sábado, 24 de mayo de 2008

Más caos


            La física describe muy bien ciertos comportamientos: los movimientos de los planetas, naves espaciales, péndulos, resortes y bolas se describen mediante ecuaciones lineales, ecuaciones que los matemáticos resuelven fácilmente desde hace siglos. Pero existe otra clase de movimientos, los turbulentos: el agua que sale de un grifo, el aire que se desliza sobre el ala de un avión, diversos fenómenos meteorológicos, la sangre que fluye a través del corazón; se describen mediante ecuaciones no lineales, difíciles ecuaciones a menudo imposibles de resolver; por ello los físicos no entendieron estos sucesos hasta hace pocos años. La teoría que los describe -la teoría del caos- surgió, por primera vez, cuando los científicos diseñaron modelos meteorológicos con ordenadores, y hallaron que es imposible predecir su comportamiento, porque dependen de las condiciones iniciales. Si disparamos dos proyectiles, sin cambiar nada, sabemos que ambos caerán en el mismo lugar; pero si tenemos dos regiones de la atmósfera en las que hemos medido las mismas temperaturas, presiones y humedades, observaremos que no se comportarán igual, rápidamente se volverán diferentes; tormentas aquí, sol allá: dinámica no lineal, la dinámica dependiente de las condiciones iniciales, la que amplifica diferencias diminutas; se trata del famoso efecto mariposa: una mariposa bate sus alas en La Coruña y cambia la meteorología de Buenos Aires.

Aclararé que la teoría del caos no obliga a que todo el caos sea aleatorio e impredecible, los sistemas complejos, como el clima, muestran regularidades ocultas, presentan un orden subyacente. También es cierta la proposición inversa, los sistemas simples pueden manifestar un comportamiento complejo. Una bola de billar, nos servirá de ejemplo; si se golpea la bola con un taco rebotará varias veces contra la mesa; teóricamente resulta fácil predecir su comportamiento; sólo debemos conocer su velocidad, su masa y los ángulos. Lamentablemente, en la práctica, la predicción sólo alcanza unos pocos segundos; porque las pequeñas imperfecciones de la bola y las diminutas estrías de la mesa invalidan los cálculos: resulta que un sistema simple, una bola de billar rodando sobre una mesa, tiene un comportamiento complejo. ¡Qué le vamos a hacer! El mundo es más complicado de lo que habían creído los científicos. A nadie extrañará, por tanto, que la teoría del caos se use para estudiar la realidad, es decir, para comprender cualquier sistema en el que sea imposible predecir el futuro, desde las perturbaciones de la bolsa a las ondas cerebrales de un epiléptico, o los tumultos que se producen en una multitud.

sábado, 17 de mayo de 2008

Los virus, un mundo por descubrir


El escritor quedó estupefacto cuando escuchó a un experto español disertar sobre los virus; el profesor Pallas decía que necesitamos un número con treinta y dos cifras para escribir la cantidad de virus que existen en nuestro planeta y que, en un solo litro de agua de mar, pululan diez billones de ellos, nada más y nada menos; no me atrevo a pensar cuántos penetran en mi boca cuando nado en el mar. Con semejante número me sorprende sobremanera que la mayoría permanezca desconocida. Sabía que algunos virus patógenos, como el de la polio o la viruela, están a punto de ser erradicados de nuestro planeta, pero ignoraba que ya se han empleado virus, desarmados de sus genes, como vehículos con los que dirigir genes terapéuticos para el control de enfermedades; que ratones adictos a la cocaína se han curado de su adición con un tratamiento vírico, o que ya se han utilizado virus como andamiaje sobre el que crecen cristales, cristales con los que se construyen nanocables con propiedades electrónicas únicas, y más baratos que los existentes en el mercado.

Inexplicablemente, tengo una querencia, quizá algo morbosa, por algunos de los nuevos virus patógenos que se han descubierto: el Ébola es uno de mis favoritos: se propaga por la sangre infectada o por el aire, y es tan letal que la propia rapidez con la que mata a sus víctimas -nueve de cada diez contagiados- se vuelve en su contra, pues no le da tiempo a propagarse. Estremece pensar que, si se atenuara un poco y matara más lentamente, podría extenderse por la población y afectar a millones de personas. Aún nos podemos asustar más: no es el único virus mortífero que, agazapado en los animales, está esperando para saltar hacia los humanos; afortunadamente ya conocemos algunos, desgraciadamente desconocemos la mayoría. ¿Qué sucedería si un terrorista soltara en La Coruña un virus tan mortífero como el Ébola y tan contagioso como el de la gripe? ¿Y si en vez de un malvado criminal, fuera un inocente viajero quien trajera del trópico al desconocido y letal patógeno? Acabo con una nota moderadamente optimista. Como los virus se alojan dentro de las células, resulta muy difícil eliminarlos sin matar a la célula huésped; el medio más eficaz para enfrentarse a ellos son las vacunas y, en algunos casos, los antivirales; si no existen aquéllas y éstos no son efectivos: ¡qué haya suerte!

sábado, 10 de mayo de 2008

Misteriosos neutrinos


            Muchos de vosotros, amigos lectores, admirais a deportistas y cantantes, a músicos y a modelos, a actrices y futbolistas. Yo confieso mi devoción por los neutrinos, y me disculpo por el exotismo de la preferencia. Para justificar tal rareza contaré las tres razones que me conducen a manifestar tan insólita simpatía. Primera: un neutrino es poco más que nada. Hasta hace poco los físicos sabían que la partícula de materia más menuda que existía era el electrón, casi dos mil veces más liviano que el átomo más pequeño; pues bien, aunque no se ha medido con precisión la masa del neutrino ligero, ya se sabe que, por lo menos, es menor que la cienmilésima parte de un electrón. ¡Que ya es ser pequeño! Segundo argumento: se trata de unas partículas extraordinariamente difíciles de capturar. Aunque son muy abundantes -el Sol los produce en cantidades parecidas a las de la luz-, el incrédulo lector apenas los notará porque atraviesan su cuerpo sin tocarlo; es más, por la noche le atravesarán casi tantos neutrinos solares como durante el día, porque la Tierra, que impide que nos llegue la luz durante la noche, no representa un obstáculo para ellos: los neutrinos atraviesan el planeta casi como si no estuviese. Un astrónomo quiso hacer una fotografía del Sol usando neutrinos en vez de luz (era una manera de capturar los neutrinos solares); como cualquiera sabe, el tiempo de exposición de una cámara fotográfica se mide en milésimas de segundo, pues bien, para conseguir la fotografía con neutrinos necesitó un tiempo de exposición de quinientos días con sus noches, y aún así consiguió una mediocre fotografía. No sólo el Sol irradia estas minúsculas partículas, la mayor parte de la energía de las gigantescas explosiones que llamamos supernovas escapa de las estrellas muribundas en forma de neutrinos; y no me olvido que la radiactividad natural de la Tierra es otra fuente de estas esquivas partículas. Tercer motivo: quizá lo más apasionante de los neutrinos se refiera a su enigmático comportamiento: todas las partículas de materia giran sobre sí mismas, ya a la derecha ya a la izquierda, y así, existen electrones diestros y zurdos, y lo mismo sucede con los protones, neutrones y con el resto de las partículas del universo ¿Todas? No, existe una única excepción: los neutrinos, sólo existen neutrinos zurdos; nadie sabe por qué.

sábado, 3 de mayo de 2008

¿Por qué la vida es zurda?


Quienes sabéis mucha bioquímica estaréis enterados de que todos los seres vivos están construidos, fundamentalmente, con grandes moléculas llamadas proteínas que, a su vez, están formadas por uno o varios centenares de pequeñas moléculas unidas, a las que nombramos aminoácidos. Confieso al sabio lector que me sorprendió mucho averiguar que la inmensa variedad de proteínas de los seres vivos se fabrica con sólo veinte aminoácidos diferentes. ¿Compartís mi admiración? Fijaros bien, tanto la minúscula bacteria como la gigantesca ballena, tanto el roble centenario como la efímera mariposa contienen distintas proteínas; pero todas y cada una de ellas, están hechas con los mismos ladrillos, con los veinte aminoácidos. ¡Y no hay diferencia alguna entre los aminoácidos de la liliputiense bacteria y los del ciclópeo cachalote! ¡Maravilloso!
Sintetizar aminoácidos no resulta una tarea excesivamente difícil para un químico: si dispusiéramos de recetas (y en cierta manera existen) que nos indicaran cómo debemos unir los átomos podríamos construir cualquiera de ellos; pero, al hacerlo, si seguimos las instrucciones al pie de la letra, obtenemos no una, sino dos moléculas, tan parecidas una a la otra, como un guante izquierdo a otro derecho; apellidémoslas diestra y zurda. Pues bien, todos los aminoácidos que hallamos en la naturaleza viva son zurdos, tanto los de un hongo microscópico como los de un solemne castaño o un majestuoso león, ¿por qué? Nadie lo sabe. Cuando los fabricamos en el laboratorio obtenemos la misma cantidad de aminoácidos diestros como zurdos, pero la naturaleza, ¡ay, la naturaleza!, ¿por qué usa unos y desecha los otros? Misterio.
Aventuro una opinión. Todas las partículas materiales del universo se presentan en dos modalidades, que son tan parecidas como un objeto y su imagen en el espejo. ¿Todas? No, existe una excepción: los neutrinos, unas partículas más de un millón de veces más pequeñas que la más diminuta de las partículas, el electrón. Sólo existen los neutrinos zurdos, no hay neutrinos diestros. Sospecho que, de alguna manera aún no hallada, la zurdera de los neutrinos condiciona la zurdera de los aminoácidos. Como os podéis imaginar no tengo argumentos científicos para demostrar mi osada y probablemente equivocada hipótesis, por lo que mi alegría sería inmensa si algún lector con más talento que yo lograse encontrar las pruebas que me faltan.