sábado, 23 de febrero de 2008

¿Puede un ordenador engañar a un humano?


En el año 1944 decenas de personas invirtieron meses en efectuar los cálculos requeridos por el proyecto Manhattan, que concluyó con la fabricación de la primera bomba atómica; hoy, la técnica para hacer lo mismo cuesta escasos euros. Por contraste, la inteligencia artificial, cuyas bases se habían puesto en la primera mitad del siglo XX, ha progresado relativamente poco.

Para determinar la inteligencia de las máquinas, todos los años se hace una competición: se concede el Premio Loebner al programa informático que el jurado haya considerado como el más inteligente de los presentados. El formato de la competición sigue el test de Turing. ¿En qué consiste? En el año 1950, el matemático Alan Turing propuso un examen para comprobar si una máquina era inteligente. La prueba consiste en un desafío: un juez humano, una máquina y una persona se colocan en habitaciones distintas. El juez dialoga con alguien; hace las preguntas y recibe las respuestas; ateniéndose a éstas debe descubrir si su interlocutor es la máquina o la persona; a ambas les está permitido mentir y, para evitar prejuicios, las contestaciones se escriben. El test se fundamenta en la hipótesis de que, si ambos interlocutores son suficientemente hábiles, el juez no podrá distinguir uno del otro.

El programa alemán Elbot, ganador del año 2008, recibió tres mil dólares de premio por engañar a uno de cada cuatro jueces humanos. Detente un momento, amigo lector, y reflexiona, ¡quienes resultaron embaucados creían estar conversando con un humano, cuando realmente lo hacían con una máquina! ¿No te sorprendes? Imagínate a varios sesudos británicos -la competición se celebró en una universidad inglesa- en los terminales del ordenador, cada uno tratando de averiguar si su interlocutor al otro lado de la consola es humano. Discuten de distintos temas: intrascendentes comentarios sobre el vestuario femenino, eruditos diálogos cuyo protagonista es Shakespeare, charlas sobre la preparación de bebidas o una entretenida conversación caprichosa. Después de todo, -pensará el confiado inquisidor- tiene que ser fácil distinguir entre las máquinas y las personas. Un rato de charla sobre Romeo, Otelo o Macbeth, y al acabar, el juez opina convencido: mi interlocutor era muy culto y sensible, tenía una percepción de las complejidades psicológicas magnífica, sin duda era una persona. ¿Cómo se sentirá si después comprueba que ha hablado con un ordenador? Desconfiado lector, ¿acaso eres de los que piensas que a ti nunca te hubiera pasado?

sábado, 16 de febrero de 2008

¿Se puede convertir plomo en oro?

Durante muchos siglos los alquimistas pretendieron descubrir la piedra filosofal, una piedra de poderes mágicos que convertiría en oro los metales, curaría las enfermedades y otorgaría la inmortalidad. ¡Ahí es nada! Aunque los libros de historia no lo mencionan –a nadie le gusta aparecer en las crónicas como un bobo-, el acicate de hacerse rico empujó a muchos ilusos y a no pocos crédulos gobernantes, a invertir tiempo y una enorme cantidad de recursos en la tarea. En la actualidad todavía existen personas que, inexplicablemente, creen posible conseguirla. Confieso mi absoluta incredulidad ante todo lo que signifique transgredir las leyes de la física; aún así, afirmo que es posible transformar metales, o cualquier otro elemento, en oro. Leamos cómo convertir plomo en oro. El plomo está formado por átomos que contienen ochenta y dos protones y ciento veinticuatro neutrones, algún neutrón más o menos no altera el producto; los átomos de oro, en cambio, contienen setenta y nueve protones y tampoco importa que sea exacta la cifra de ciento dieciocho neutrones. Una vez conocida la composición de ambos átomos, todo consiste en extraer tres protones y seis neutrones del plomo para transformarlo en oro; y, si no somos muy exigentes, es suficiente con la sustracción de los protones, pues la adición o resta de neutrones no altera la clase del átomo. La conversión no presentaría dificultades si las reacciones nucleares no requirieran temperaturas de millones de grados; temperaturas que sólo se alcanzan en las estrellas, en las explosiones de bombas atómicas o en los gigantescos aceleradores de partículas de los laboratorios. Por eso, la conversión de un solo átomo en otro supone una hazaña tecnológica extraordinaria. Obviamente nadie en su sano juicio pretenderá conseguir unas milésimas de una trillonésima de gramo de oro a partir de otro elemento si el coste de la operación sobrepasa los millones de euros… aunque pueda hacerlo.
Seguro que, en este momento, el escéptico lector frunce el ceño y declara: razonables argumentos, pero ¿es posible o no? ¿Se convirtió plomo en oro en algún laboratorio? Casi, como resulta muy complicado trabajar con plomo se hizo la operación con bismuto, un elemento parecido a él que tiene un sólo protón de más. Se bombardearon átomos de bismuto con otros elementos, y entre los productos se halló algún átomo del dorado metal. Aclaro que el coste estimado del gramo de oro obtenido por este procedimiento supera el billón de euros.

sábado, 9 de febrero de 2008

¿Somos tan listos como creemos?


¿Cómo sabemos que las historias absurdas son inadmisibles? ¿Por qué nos fiamos de un periódico y no de otro? ¿Cómo cribar lo verdadero de lo falso, lo creíble de lo inverosímil? Yerra quien crea que si algo se ha verificado pasa a formar parte del conocimiento definitivo: la verdad ha de estar luchando constantemente por su supervivencia. En nuestra sociedad abierta hemos decidido que todos pueden proclamar su verdad, lo que significa que cada uno de nosotros ha de desechar los hechos imposibles, las teorías inverosímiles, las creencias irracionales, el disparate, la superchería o la superstición; y a menudo nos equivocamos. Lector escéptico te sorprenderá la desmesurada cantidad de gente que cree en la percepción extrasensorial, la telequinesia, la astrología, el monstruo del lago Ness, los ovnis, las tablas Ouija, el creacionismo, la telepatía, la clarividencia, el triángulo de las Bermudas, la existencia de hechiceros, la fuerza de las pirámides, los adivinadores del futuro, la cirugía psíquica, los fantasmas, las casas encantadas, la levitación, la quiromancia, o la lectura del pensamiento.

Los humanos no somos tan racionales como solemos presuponer. Resultaría increíble, si no se hubiera comprobado hasta la saciedad, lo muy dispuestos que estamos a creer lo que otros dicen de nosotros; lector amigo si quieres caer bien a alguien, háblale de sí mismo, pero no le digas la verdad, dile lo que le gustaría que fuera cierto. Otro caso: seleccionemos unos párrafos de un horóscopo o de un libro de astrología y apliquémoselos a unos desconocidos, a continuación, pidámosles una calificación numérica que mida el ajuste del párrafo a su personalidad: la media resulta superior a ocho en una escala de diez. Las coincidencias nos proporcionan otro motivo de reflexión; todos nos fijamos en los pronósticos acertados, nadie en las predicciones fallidas. Una última consideración: creemos ser lógicos en los asuntos en los que no intervienen las emociones, y tal presunción no siempre se ajusta a la verdad pues a menudo mantenemos opiniones absurdamente contradictorias: por ejemplo, admitimos que la mayoría de quienes manifiestan poseer poderes psíquicos son charlatanes, admitimos que con trucos pueden realizarse los mismos prodigios, y al mismo tiempo sostenemos que el caso concreto que conocemos es auténtico.

¿Tan crédulos somos? Sí. Somos menos listos de lo que creemos; y sabiéndolo podremos neutralizar a los manipuladores.

sábado, 2 de febrero de 2008

Teorías de supercuerdas

Para entender lo que sucede en el mundo a escala humana, Newton y otros sabios crearon la física clásica, un conjunto de leyes que funciona francamente bien; no sucedió lo mismo cuando aparecieron objetos mucho más grandes y pequeños que los normales: la teoría carecía de utilidad. Para extender la física tradicional a los ámbitos nuevos se inventaron dos nuevas teorías: la mecánica cuántica que explica el micromundo y la teoría de la relatividad que interpreta el macromundo. Entonces se presentó un problema, ambas teorías son radicalmente opuestas: la primera supone que el universo es discontinuo, no solo la materia está formada por partículas incluso el propio espacio y el tiempo serían discontinuos. La teoría de la relatividad, en cambio, supone que universo es un continuo espacio-temporal, en el cual la materia constituiría los nudos o deformaciones del continuo. Pues bien, desde Einstein hasta hoy, los físicos más brillantes han intentado crear una teoría general del todo que englobe a ambas teorías. La dificultad es máxima, porque ¿cómo se compagina un universo a la vez continuo y discontinuo? Einstein lo intentó partiendo del continuo: fracasó; la mayoría de los físicos intentan el camino inverso, construir la teoría global partiendo del discontinuo. Simplificando al máximo, y siendo inmisericorde con tantos sudores, afirmo que, hasta ahora, el resultado de los esfuerzos de los más excelsos físicos ha sido un rotundo fracaso, a pesar de todas las teorías que se han inventado durante los últimos cien años. Voy a hacer un breve comentario de las teorías de las supercuerdas (uso el plural, porque existen muchas). Para sorpresa del aficionado, estas teorías, muy ponderadas por los más brillantes físicos actuales, no hacen ni una sola predicción que pueda corroborarse en los laboratorios. Según ellas, las partículas componentes de la materia, en vez de interpretarse como puntos, se deberían interpretar como líneas; además, el universo en vez de tener las cuatro dimensiones habituales (largo, ancho, alto y tiempo) tendría once. Para desgracia de sus inventores, tanto las cuerdas como las dimensiones adicionales son tan pequeñas que ningún experimento las puede detectar; por si fuera poco, predicen la existencia de partículas que no se han encontrado, y no explican la existencia de las que ya existen. Sin embargo, son las mejores candidatas para la teoría del todo porque, frente a sus grandes inconvenientes, engloban la teoría cuántica y la teoría de la relatividad.