sábado, 29 de diciembre de 2007

La visión multicolor de las aves


            Los humanos estamos tan habituados a considerarnos los amos de la creación que, aunque sólo sea de vez en cuando, unas lecciones de humildad no le sobran a nadie; nos lo recuerda Miguel de Cervantes cuando recoge un coloquio entre perros: “la humildad es la base y fundamento de todas virtudes, sin ella no hay alguna que lo sea. Ella allana inconvenientes, vence dificultades, y es un medio que siempre a gloriosos fines nos conduce; de los enemigos hace amigos, templa la cólera de los airados y menoscaba la arrogancia de los soberbios”. Y ya que hablamos de la fauna: casi todos los lectores instruidos saben que los colores que vemos nosotros, no los ven los otros mamíferos; los toros y los perros, por ejemplo, ven colores ciertamente, pero no todos, ellos, como muchos mamíferos, son daltónicos. ¿Existen animales con más aptitudes ópticas? No, sin ninguna duda, contestará ufano algún lector presuntuoso. Le recomiendo que continúe la lectura, para opinar con más argumentos. Los humanos tenemos tres tipos de receptores en los ojos capaces de detectar el color (como las pantallas de televisión); se trata de células que captan un color concreto de la luz (el rojo, verde o azul), lo convierten en una señal eléctrica y, a continuación, la envían –a través de las fibras nerviosas, que actúan como cables transmisores- a la zona del cerebro donde se produce la visión: la mezcla de las tres señales constituye nuestra percepción del color. No sucede lo mismo con las aves: tienen cuatro clases de receptores, los tres de los mamíferos y uno más, un receptor de rayos ultravioleta; la mezcla de las cuatro señales constituye la percepción de las aves. Esto significa que dos cuervos negros, cuyos colores son indistinguibles para el ojo humano pueden ser, para sus congéneres, de un color tan diferente como el azul y el amarillo para nosotros. Dicho de otra manera, la visión en color de los humanos puede cartografiarse en la superficie de un triángulo, cuyos vértices ocupan los tres colores fundamentales; pero para cartografiar la visión de las aves necesitaríamos una pirámide, cuya base correspondería a los colores que vemos los humanos y cuyo volumen representa a los colores que ven las aves. ¡Increíble! Los humildes pájaros que matan algunos niños a pedradas y ciertos adultos a escopetazos tienen una visión que ya quisiera para sí cualquier humano. ¿El cazador que abate una pieza pensará en el maravilloso ser que destruye?

sábado, 22 de diciembre de 2007

Diabluras de un diminuto diablo

La termodinámica, la ciencia que explica el funcionamiento de la mayoría de los motores que usamos hoy, se basa en tres leyes que un físico enunció de una manera informal. La primera dice: “nunca puedes ganar, en el mejor de los casos aspira a no perder”; la segunda: “sólo puedes no perder en el cero absoluto”; la tercera: “no puedes alcanzar el cero absoluto”. Deseo remarcar que las leyes son válidas únicamente en el ámbito macroscópico, e inaplicables a nivel microscópico porque si no…
Los estudiosos lectores, sobre todo los que saben mucha física, asegurarán que el calor siempre pasa espontáneamente de un cuerpo caliente a uno frío. ¿Seguro? ¿Sí? Os propongo un experimento mental: imaginemos un recipiente lleno de aire, y dividámoslo en dos partes iguales, separadas por una pequeña compuerta cerrada. Si dispusiéramos de un microscopio que nos permitiera ver las moléculas individuales, observaríamos que se mueven desordenadamente. Calentemos el gas de la parte izquierda y mantengamos frío el gas de la derecha; como sabemos (o deberíamos saber) que la temperatura es una manera de medir la velocidad media de las moléculas, deducimos que las moléculas calientes de la izquierda tienen una velocidad media superior a las frías de la derecha; sin embargo, como son medidas medias, unas pocas moléculas de la izquierda tienen velocidades menores que la media de la derecha, y unas pocas moléculas de la derecha tienen unas velocidades mayores que la media de la izquierda.
Un diminuto ser imaginario -diablo de Maxwell apellidado- observa las moléculas individuales, mide sus velocidades con un detector (como si fuera un guardia civil de tráfico), y abre y cierra a voluntad la compuerta de separación entre ambos recipientes. Cuando observa que una molécula lenta del lado caliente se dirige hacia el lado frío, abre la compuerta y deja que cambie de lugar; hace la misma operación cuando observa que una molécula rápida del lado frío se dirige hacia el cálido. ¿Qué sucede entonces? En el recipiente izquierdo cada vez hay más moléculas rápidas -por tanto su velocidad media será mayor y también su temperatura- y en el recipiente derecho hallaremos más moléculas lentas, que disminuyen la velocidad media y, por consiguiente, la temperatura. En resumen, está pasando calor de un cuerpo frío a uno caliente: un proceso totalmente prohibido por las leyes de la termodinámica ¿o no? ¿Es posible diseñar tal artilugio?, ¿hay algún fallo en el razonamiento?

sábado, 15 de diciembre de 2007

El comercio justo y los monos


Los economistas tradicionales sostienen la tesis de que maximizar los beneficios es el fundamento de cualquier actividad comercial. Estoy seguro que muchos estudiosos lectores sostendrán la misma opinión; y también sospecho que disponen de pruebas más o menos convincentes. Voy a comentar un experimento efectuado con animales que espero que les haga reflexionar sobre el asunto.
Unos investigadores enseñaron a una pareja de monos capuchinos a intercambiar un guijarro por un pepino; los monos comprendieron rápidamente la lógica del cambio e intercambiaban de buena gana guijarros por pepinos. Pero los biólogos también saben que los monos capuchinos tienen firmes preferencias gastronómicas: concretamente, les gustan más las frutas que las hortalizas. Considerando esa particularidad los investigadores acordaron continuar el experimento de la siguiente manera; dieron a uno de los monos uvas (uno de sus manjares preferidos) en vez de pepinos. La variación, aparentemente banal, alteró de manera radical el experimento; el otro mono, que hasta entonces seguía animadamente el juego para obtener el pepino, de repente, se reveló y puso en huelga. No sólo actuaba de mala gana, sino que lanzaba los guijarros fuera de la cámara de prueba, rehusaba aceptar el pepino y, en ocasiones, airado, lanzaba los pepinos al injusto y arbitrario investigador. Rechazar una paga desigual, algo que también hacemos los humanos, va contra las premisas de la economía tradicional. Si maximizar los beneficios fuera lo único que importara, uno debería tomar todo lo que estuviera a su alcance sin permitir que el resentimiento, la envidia o cualquiera otra emoción interfirieran. Los etólogos sospechan que la evolución ha seleccionado las emociones que influyen en el comportamiento alentando el espíritu de cooperación; a corto plazo, preocuparse de lo que obtienen los demás puede parecer irracional; pero a la larga evita que se aprovechen de uno. Nosotros, como los demás primates, debemos protegernos de los egoístas explotadores y repartir con equidad los beneficios de las tareas colectivas; por ello compartimos con quienes nos ayudan y exhibimos intensas emociones de rechazo cuando se defraudan nuestras expectativas: desalentar la explotación resulta fundamental para que la cooperación persista en un grupo. La indignación ante tratos injustos y otras reacciones emocionales (que no racionales) acompañan a las negociaciones entre hombres y entre animales, explican algunos comportamientos humanos y forman parte de nuestro bagaje genético. Parece ser que, además de competitivos, somos primates cooperadores. Tenemos motivos para estar felices. 

sábado, 8 de diciembre de 2007

La teoría de la relatividad y una posible causa de divorcio


Estamos tan habituados a considerar que los acontecimientos de nuestro pequeño planeta -que suceden a velocidades y gravedades moderadas- representan la normalidad, que tendemos a pensar que debe ocurrir lo mismo en otros lugares del universo. ¡Nos equivocamos! Pero necesitamos de instrumentos muy precisos y de un ingenio muy agudo para comprobarlo. La teoría de la relatividad es una de esas muestras de ingenio humano que hasta el más sagaz de lo jugadores del sudoku se queda pasmado, cuando la comprende. A un científico, llamado Albert Einstein, se le ocurrió una teoría que, entre otras conclusiones, establece que el reloj de un físico viajero va más despacio que el reloj de otro físico inmóvil; además, propone una ecuación para hacer el cálculo de la cantidad exacta del retraso del reloj; conociéndola, deducimos que, cuanto más se acerque la velocidad del físico viajero a la increíble cantidad de trescientos mil kilómetros por segundo, se notará más la anomalía. Esta proposición de la relatividad es tan contraria al sentido común, que uno no puede dejar de preguntarse si no se trató de un mal sueño de Einstein. Son tan escépticos los científicos que no creen en la bondad de una teoría si antes no la someten a una serie de pruebas; y eso hicieron: situaron cronómetros muy precisos en satélites y comprobaron que el tiempo marcado por los cronómetros terrestres era distinto del medido en órbita, y en las cantidades que pronosticaba la teoría; otros científicos prefirieron emplear unos electrones pesados (técnicamente llamados muones) para hacer las comprobaciones; estas partículas viven más tiempo (tardan más en desintegrarse) cuando se mueven, que cuando permanecen en reposo, y justo la cantidad predicha por Einstein.

            Ya que podemos aceptar como cierta la relatividad, juguemos un poco con ella. Si un astronauta viajara a velocidades muy altas, su tiempo caminaría más lento, por lo que, al regresar a la Tierra, podría encontrar que su viaje duró, según un calendario terrestre, medio siglo, aunque en su calendario sólo hubiera transcurrido un año. Hagamos un sencillo cálculo, si el astronauta y su cónyuge tenían ambos treinta años al comenzar el viaje; a su término, el astronauta tendría treinta y uno y su cónyuge ochenta ¿Se reconocerían al encontrarse? ¿Continuarían amándose o se divorciarían?

sábado, 1 de diciembre de 2007

¿Eran inteligentes los humanos primitivos?


No dudo que los animales sean inteligentes, pero lo son de una manera distinta a nosotros; y al hablar de inteligencia me refiero al pensamiento simbólico, o a la conciencia, o como quiera llamársela. Igual que la vida es cualitativamente diferente de la materia, entiendo que la inteligencia humana también resulta cualitativamente diferente de la animal. Y considero a la conciencia como una propiedad emergente, atribuyéndole el mismo sentido que puede tener la superconductividad: un sólido no presenta más o menos superconductividad, o la tiene o no.
El registro fósil nos informa que los humanos diferimos de los simios en tres rasgos biológicos: el aumento del volumen del cerebro, la locomoción con dos piernas y la remodelación de la mandíbula. La inteligencia debe depender del tamaño del cerebro, pero se trata de una cuestión compleja, porque los tamaños cerebral y corporal están mutuamente relacionados. Aclaro: un gigantesco dinosaurio tendrá un cerebro mayor que un humano, pero no será más inteligente; porque usará su cerebro casi íntegramente para recibir la inmensa cantidad de datos de los sentidos de un cuerpo descomunal, y para mover una enorme cantidad de músculos, mientras que la mayor parte del cerebro humano, libre de funciones corporales, se emplea en el pensamiento. Por tanto, considero necesario, para la aparición de una inteligencia superior, que no sólo el tamaño del cerebro sea grande, sino también que sea desproporcionadamente grande respecto al cuerpo. Con esta premisa juzgo que ningún otro animal que existe -o existió- reúne las características para tener una inteligente superior.
¿Y los homínidos? Durante dos millones y medio de años los primitivos humanos únicamente emplearon utensilios estrictamente utilitarios. Pero en el breve período que va de hace cuarenta y cinco mil años a hace cuarenta mil, la cultura cambió más que en cualquier época anterior; aparecieron los primeros objetos de naturaleza simbólica: adornos del cuerpo o representaciones de la naturaleza. Tal creación técnica y artística significa que había aparecido la primera cultura cuyos miembros poseían la capacidad para el pensamiento y comunicación simbólicos, en otras palabras, eran conscientes. Ignoramos por qué sucedió, pero atribuimos el fenómeno a procesos culturales, no biológicos. ¿Qué innovación provocó la transformación? No hay mejor alternativa que el lenguaje, aunque ignoremos cómo surgió.
Ninguno de los homínidos anteriores poseía conciencia, porque ninguno fue capaz de crear objetos de naturaleza simbólica como lo hicieron los Homo sapiens; únicamente ellos tenían el cerebro adecuado para que surgiese la inteligencia superior.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Los fantasmas y el principio de incertidumbre


Los fantasmas no existen. ¿De qué argumentos me sirvo para demostrar tan categórica negación? Los científicos han comprobado, en los laboratorios de todo el mundo, que existen tres leyes de conservación que se cumplen en todo el universo: una de ellas, la ley de la conservación de la masa-energía estipula que la cantidad total de masa y energía permanece inmutable, no se crea ni destruye. Para admitir la existencia de un fantasma tendría que suponer que algo, el fantasma, se crea de la nada, lo que implica el incumplimiento de la ley. Dicho lo cual, y con talante juguetón, voy a contar cómo podemos burlar esta ley física, y permitir que aparezcan partículas de la nada, repito partículas y ¡no fantasmas!

La mecánica cuántica explica el comportamiento de la luz y de las partículas que componen el universo. Esta teoría física nos permite diseñar los componentes de los ordenadores (que funcionan), fabricar láseres (que funcionan), construir bombas atómicas (que, por desgracia, también funcionan) y entender el funcionamiento de las estrellas. El problema de la teoría consiste en que, aunque sus resultados se comprueban todos los días, las bases sobre las que se funda son disparatadas. Una de ellas -que propuso Werner Heisenberg- afirma lo siguiente: el conocimiento que los físicos tienen de algunas magnitudes físicas (tales como la energía y el tiempo) presenta un límite; y no se trata de que podamos medirlas con mayor o menor precisión, sino que carecen de un valor fijo. Concretemos, aseguramos que el desconocimiento que un observador tiene de la energía de una partícula, multiplicado por el desconocimiento del tiempo que vive, nunca ha de ser menor que una cien trillonésima de trillonésima (si medimos la energía en julios y el tiempo en segundos). Como la teoría de la relatividad establece que masa y energía son sinónimos, garantizamos que el desconocimiento de la masa de una partícula multiplicado por el desconocimiento del tiempo que vive siempre será mayor o igual que un número conocido. La conclusión resulta obvia: eligiendo un valor lo suficientemente pequeño para la ignorancia del tiempo de vida, la ignorancia de la masa alcanzará un valor tan grande como queramos. Pongamos un ejemplo: para un tiempo de vida minúsculo, el desconocimiento de la cantidad de masa que puede haber en un espacio concreto, a priori vacío, puede ser de sesenta kilogramos, es decir, una partícula (¡y no un fantasma!) de sesenta kilogramos podría existir durante ese tiempo. ¡Increíble!

sábado, 17 de noviembre de 2007

¿Existen inteligencias extraterrestres?


Fijémonos en nuestra galaxia, la Vía Láctea, además de cientos de miles de millones de estrellas, probablemente contenga más de mil millones de planetas semejantes a la Tierra; si considero posible la existencia de bacterias en otros astros del sistema solar, aun faltando observaciones que la confirmen, también considero probable la existencia de bacterias en planetas extrasolares. Ahora bien, ¿en alguno habrá vida compleja, o sea, pluricelular?, más aún ¿en alguno habrá vida consciente?
En el año 1995, el zoólogo Ernst Mayr y el astrónomo Carl Sagan mantuvieron un apasionante debate sobre la posibilidad de existencia de inteligencias extraterrestres. El primero consideraba probable la existencia de bacterias extraterrestres e improbable la inteligencia; para el segundo la existencia de las inteligencias no humanas era casi una certeza. Me declaro partidario de la tesis de Mayr; y también creo que la búsqueda de las inteligencias extraterrestres (SETI) debe hacerse. ¿Mis argumentos? Sospecho que, para que pueda existir vida pluricelular, se necesita un clima relativamente estable durante largos períodos de tiempo, y para eso es indispensable un gran satélite que estabilice la rotación del planeta; quizá la génesis de un planeta terrestre con un satélite como la Luna sea sumamente improbable. Además, nuestra biosfera muestra que resulta más difícil que una bacteria evolucione a un ser pluricelular (tardó miles de millones de años) que las moléculas se conviertan en bacterias (necesitaron unos cientos de millones de años). Y aunque se produjera vida multicelular; los dinosaurios vivieron cientos de millones de años sin manifestar el menor atisbo de conciencia: sin la catástrofe que los extinguió hace sesenta y cinco millones de años, probablemente no existiría inteligencia; la aparición de vida consciente –mal que nos pese- es un fenómeno aleatorio, que podría no haber ocurrido. Y si ya fue difícil que el azar acertase una vez, produciendo seres inteligentes, considero muy improbable que la suerte se repita.
Como la inteligencia tardó cuatro mil quinientos millones de años en aparecer en la Tierra, cabe pensar que en planetas más viejos (la edad del universo es trece mil setecientos millones de años) podría haberse producido hace tiempo: lo considero improbable, sospecho que nuestra galaxia no fue habitable hasta, poco más o menos, la época en que nació la Tierra.
Retomo el hilo del discurso, ¿habrá vida inteligente en otro planeta de nuestra galaxia? Admito la posibilidad, pero lo considero improbable; oso pensar que somos la primera vida inteligente que ha surgido en la Vía Láctea. ¡Alguna tenía que serlo!

sábado, 10 de noviembre de 2007

¿El universo es infinito?


A muchos científicos aficionados les gustaría que el universo fuese finito, después de todo, las cantidades finitas se comprenden mejor; hasta hace pocos años la mayoría de los astrofísicos hubiese asegurado que tales gustos coincidían con la realidad. Me baso en tres datos para discrepar de esa hipótesis y asegurar que es más probable que el universo sea infinito. El primer argumento se refiere a la cantidad de materia que hay en el universo; se ha medido con relativa exactitud y el resultado nos informa de que la densidad del universo tiene un valor próximo a la tercera parte de su densidad crítica. ¿Qué significa eso? Que en el universo no existe materia suficiente como para que la fuerza de atracción gravitatoria obligue a comprimir a las galaxias, que en estos momentos se expanden. La radiación cósmica de fondo –las microondas que bañan todo el universo- me proporciona el segundo argumento; mediciones más precisas demuestran que el espacio es plano y, por lo tanto, infinito. El tercer argumento se fundamenta en las observaciones de las velocidades y distancias de las supernovas, las gigantescas explosiones que anuncian el fin de una gran estrella; medidas recientes nos muestran que la velocidad de expansión del universo no es inmutable, como creyeron los astrónomos hace años, sino acelerada. Y esto indica que hay una gravedad repulsiva (constante cosmológica, es su nombre técnico) que repele a las galaxias, y las obliga a alejarse una de otra cada vez más deprisa, lo que impide una posible implosión futura del universo. Debo declarar que estas deducciones sólo son válidas si el modelo del Big-Bang describe razonablemente bien el universo y si el universo presenta una geometría sencilla; en caso contrario con humildad reconozco que ignoramos si el cosmos es finito o no.
No tendría nada más que añadir si sólo me fijara en la geometría, pero los matemáticos -avezados aguafiestas- pronostican graves contratiempos si no tenemos en cuenta la topología. ¿Habrá unos o varios caminos para ir de un lugar a otro del espacio? Las observaciones parecen indicar que sólo uno; en cualquier caso, escribir sobre una ciencia incapaz de distinguir entre una taza y una rosquilla o entre un triángulo y un círculo se me antoja un asunto muy complicado para tratar en este momento.

sábado, 3 de noviembre de 2007

¿Un virus es un ser vivo?


            ¿Los virus están constituidos por grandes moléculas cuyo esqueleto lo forman átomos de carbono? Si. ¿Se reproducen? Sí. Entonces, opinan algunos científicos, se trata de seres vivos. Si añadimos que la viruela, la varicela, el herpes, la hepatitis, la rubeola, la fiebre amarilla, la faringitis, el sida, el sarampión, la gripe, la rabia y la poliomielitis se deben a infecciones por virus, no hacemos más que ratificar tal opinión. Sin embargo, mantengo la tesis que los virus no son seres vivos. ¿En qué argumentos me baso para sostener tal aseveración?, quizá se pregunte el inquieto lector. Comienzo por el más fácil: que enfermedades letales se deban a la infección por virus, nada significa: el agente causal de la encefalopatía espongiforme, vulgarmente llamada enfermedad de las vacas locas, es un prión y nadie sostiene que los priones, unas proteínas, sean seres vivos. Tampoco nadie considera viva a una molécula de ADN o ARN –por muy grande que parezca-. ¿Cuál es, entonces, la diferencia? Un virus sencillo consta de unas pocas moléculas de proteínas y una molécula de ácido nucleico; y si ninguno de sus escasos componentes tiene vida, no encuentro razones para pensar que su unión pueda tenerla. Otro argumento: los virus se pueden cristalizar, como cualquier mineral; y los cristales de un virus no se diferencian mucho, excepto en el tamaño de sus partículas componentes, de los cristales de sustancias químicas inertes. Pero el argumento principal de mi tesis se refiere a que un virus carece de metabolismo; en otras palabras, que no constituye un sistema separado del ambiente con el que intercambia materia y energía, que usa para vivir y reproducirse. Todos los seres vivos –no los virus- crean y mantienen sus ordenadas estructuras a expensas de la energía de alta calidad que obtienen de su entorno, al cual devuelven energía menos útil. Y la existencia del metabolismo requiere una complejidad sin precedentes: tanta que una sola bacteria contiene billones de moléculas de hasta cinco mil clases diferentes interaccionando entre sí.
En resumen, ¿los virus tienen algunas características de un ser vivo? Sí, se reproducen y sus componentes son moléculas orgánicas. ¿Reúnen todas las facultades para ser considerado vivo? No, carecen de metabolismo, dicho con otras palabras, les falta complejidad. En conclusión, considero que las versátiles bacterias (o las arqueas) y no los virus, son los seres vivos más pequeños que existen.

sábado, 27 de octubre de 2007

¡El vacío se descompone!


Si alguien nos preguntara qué es el vacío, hasta el lector más ignorante en cuestiones científicas sabría responder. Una región del espacio está vacía si nada hay en ella, así de sencillo. Lamentablemente, los físicos –auténticos aguafiestas- aseguran que se trata de un asunto bastante más complejo del que suponemos. Nos dicen que en el espacio vacío suceden fenómenos tan extraños como la aparición espontánea de un par de partículas de la nada; un electrón y un positrón, por ejemplo. Arguyen –con toda seriedad- que el espacio vacío fluctúa. ¿Fluctúa? Fluctuará la bolsa, el tiempo meteorológico, el número de accidentes semanales de tráfico, pero el vacío ¿cómo va a fluctuar la nada? Dejemos a un lado nuestro querido sentido común y sigamos con el relato científico: las partículas creadas espontáneamente de la nada de esta inusitada manera tienen una existencia efímera, pues se aniquilan casi en cuanto aparecen (¡menos mal!), y, además, no pueden detectarse. Los físicos, siempre ingeniosos, las llaman partículas virtuales, para distinguirlas de las partículas reales que sí pueden observar con sus instrumentos.
Si el escéptico lector se ha sorprendido con el discurso anterior siga leyendo, porque el pasmo le alcanzará todavía cotas más altas. Los físicos no sólo pronostican que aparecen espontáneamente partículas de la nada, sino también que el vacío puede desintegrarse. ¿Hemos leído bien? Sí, la nada, a veces, se desintegra. Y no se trata de un fenómeno exotérico, sólo debemos crear un campo eléctrico lo suficientemente intenso, lo que equivale a -simplificando un poco- concentrar mucha electricidad en un lugar minúsculo. Hagamos un experimento mental: introduzcamos, en una región del espacio previamente vacía, dos núcleos de uranio previamente fusionados (de esta manera, conseguimos almacenar una enorme cantidad de electricidad en un reducido espacio), y observemos qué ocurre; matizo que, aunque los físicos experimentales saben que un núcleo tan grande no es estable, esperan construir uno durante un tiempo lo suficiente grande como para determinar los extraños fenómenos que ocurren. En las proximidades del núcleo, donde nada había, aparecerá espontáneamente un electrón (que se ligará al núcleo) y un antielectrón que, repelido, podrá detectarse. En otras palabras, el vacío se habría vuelto inestable y se habría desintegrado en una partícula y una antipartícula. ¡Increíble! ¡El vacío que nada contiene se descompone! ¡Vivir para ver!

sábado, 20 de octubre de 2007

¿Existe vida extraterrestre en el sistema solar?


            El lector inteligente no debe confundir la vida extraterrestre con la vida inteligente extraterrestre. ¡Fíjese bien! Entre unas bacterias y unos seres inteligentes hay una distancia de miles de millones de años de evolución. Unos datos nos pueden ayudar a comprender la diferencia. La Tierra tardó un poco menos de mil millones de años en formar bacterias; las bacterias requieren algo más de dos mil millones de años de evolución para convertirse en seres pluricelulares; los primeros animales necesitan alrededor de setecientos millones de años para convertirse en seres inteligentes.

Fijémonos en nuestro sistema solar. Las observaciones que nos han enviado los vehículos espaciales que lo exploran nos permiten asegurar que no existe ninguna inteligencia extraterrestre en él. Sin embargo, no podemos negar la posibilidad de la existencia de bacterias, aunque no las hemos encontrado... todavía. Los biólogos creen que el agua líquida, la materia orgánica y la energía son requisitos esenciales para la existencia de la vida; se comprende entonces la ilusión de los científicos cuando encuentran astros en los que existe –o pudo haber existido- agua líquida. Desde que en nuestro planeta hubo unas condiciones ambientales que permitieron el desarrollo de las bacterias, éstas apenas tardaron unos cien (o pocos cientos) millones de años en aparecer; deducimos que, si existen las condiciones ambientales adecuadas, debe ser relativamente fácil que se origine la vida, lo que nos lleva a colegir que es posible que en otros lugares del sistema solar pudieron haberse formado bacterias en el pasado: en Venus, antes de que el efecto invernadero lo volviese inhabitable, o en Marte, por cuya superficie corrió el agua líquida. Y no es descabellado que puedan vivir bacterias en el hipotético océano que suponemos existe bajo el hielo de Europa -el satélite de Júpiter-, después de todo existe vida en ambientes terrestres similares: en las chimeneas volcánicas que se encuentran en las profundidades de los océanos o en el antártico lago Vostok. Aunque también se ha hallado agua líquida bajo la superficie de Calisto -otra luna de Júpiter- consideramos improbable que existan bacterias allí, porque no hay energía útil, otro de los requisitos imprescindibles.

Como bien puede imaginar el lector fantasioso, el futuro de la investigación sobre la vida extraterrestre se muestra apasionante.

sábado, 13 de octubre de 2007

¿Es eterna la materia?


            Los físicos tienen pruebas fiables de que el universo tuvo un origen hace trece mil ochocientos millones de años. Saben que los átomos que componen nuestros cuerpos se formaron en estrellas desaparecidas, y también que los protones, neutrones y electrones que constituyen los átomos, se forjaron en el primer segundo de existencia del cosmos. Conocen, pues, el origen del universo en el que habitamos y el origen de la materia de la que estamos hechos. ¿Tienen los mismos conocimientos sobre el final? Durante el último decenio han averiguado que el universo no tendrá fin, se irá haciendo cada vez más grande. ¿Qué sucederá con la materia? El descubrimiento de la radiactividad por Antoine Becquerel, en 1896, rebatió la creencia de que los átomos eran permanentes e inmutables, más bien al contrario, algunos se descomponen espontáneamente; unos en segundos, otros en miles de millones de años. ¿Qué le sucede entonces a los componentes de los átomos? Los neutrones aislados se desintegran en unos pocos minutos, los electrones no se descomponen, ¿y los protones? ¿Se desintegran los protones? Los físicos lo ignoran. Tienen que ser muy estables –arguyen-, porque si no lo fuesen, nuestro cuerpo emitiría radiactividad, lo que, evidentemente, no sucede. La ausencia de radiactividad nos informa que la vida media del protón, medida en años, excede a un número entero de diecisiete cifras. El cuerpo humano contiene, aproximadamente, un número entero de veintinueve cifras de protones; si la vida del protón durase menos de un número entero de diecisiete cifras de años, ocurrirían unas treinta mil desintegraciones por segundo: la cantidad de radiactividad que emitirían los protones de nuestro organismo resultaría peligrosa para la salud.
Como indica el cálculo anterior, podrían establecerse límites más rigurosos para la duración de la vida protónica si utilizásemos un objeto que abarcase más protones que nuestro cuerpo y empleáramos un detector mejor que nuestra salud. Los físicos lo han intentado: han tratado de medir la vida media de los protones que contienen enormes piscinas subterráneas llenas de agua, y no lo han conseguido; en estos momentos, únicamente pueden afirmar que la cantidad de años que vive un protón supera a un número entero de treinta y cinco cifras; se trata de un número tan desmesuradamente gigantesco que excede en más de un trillón a los años que miden la edad del universo.
Eso es todo lo que saben por ahora; a los físicos les parece poco: continúan trabajando.